Diógenes Armando Pino Avila
El peso de la carreta
Por Diógenes Armando
Pino Ávila
La
lluvia de fuego que el sol emite, castiga su cuerpo sudoroso. Empuja resoplando la carreta donde carga su
esperanza desvaída. Los autos pasan rugiendo a su alrededor, en una danza de
muerte que hace algunos meses aprendió de memoria. No siente miedo, no es que
sea valiente, es que engavetó su miedo en lo más profundo de su alma. Algunos
conductores le lanzan improperios. No responde. Solo empuja su carreta con el
terco afán de salir de esa avenida que ostenta un nombre de prócer de la
independencia.
El
semáforo cambia a verde, él se apresura a cruzar a la izquierda, busca la calle
más tranquila y de escaso tráfico, la que lo conduce al barrio de clase media
donde tiene su clientela. Se detiene con su carreta bajo la sombra que proyecta
un árbol en la acera. Descansa, disfruta de la suave brisa que golpea su rostro
y mitiga su amargura. El sol está ahí, acechándole con odio, a dos metros,
esperándolo fuera de la silueta de sombra del árbol bondadoso. Siente deseos de
no seguir, añora su finca, su vida en el campo. Siente nostalgias por su
pasado, por su tierra. Aún recuerda las madrugadas, oyendo desde la hamaca el
mugir del ganado, el cantar de los gallos y el trinar de los pájaros en los
frutales que poblaban su patio. Recuerda cómo le llegaba desde la cocina el
aroma del café que su mujer preparaba en
el fogón de leña que él mismo había fabricado, con la leña que él mismo había
cortado. Cómo extraña su mundo.
Eran
plenamente felices hasta que llegaron Ellos “Los Primeros”. Si, Ellos, “Los Primeros”,
como él les llama ahora, llegaron con sus fusiles, secuestros y “vacunas”, diciendo
que los iban a sacar de la pobreza, que eran los defensores del pueblo. En sus
discursos siempre hablaban de paz y justicia para todos y que les darían la
libertad. De
los pueblos y ciudades, llegaban camionetas, camperos lujosos, en ellos llegaban
los hacendados y comerciantes para hablar con el jefe de cuadrilla, regateaban como en sus negocios, el valor de
las extorsiones y vacunas y al calor de unos tragos de whisky cerraban el
negocio despidiéndose con abrazos y palmadas en las espaldas.
Después
llegaron los otros, “Los segundos”, así les llama ahora. Estos llegaron con sus
fusiles sus “vacunas” y motosierras. Se
comenzó el juego del gato y el ratón: los primeros perseguían a los segundos y
viceversa. Luego llegaron las mismas camionetas y camperos trayendo a los mismos
hacendados y comerciantes para que hicieran el mismo negocio, pero con ellos
llegaron los políticos y éstos más astutos negociaban sin dinero, pedían
respaldo y votos, señalaban a sus enemigos y comerciaban con la vida ajena y
los dineros del Estado.
Después
llegaron “Los terceros”, así les llama ahora. Llegaron con sus fusiles y sus “falsos
positivos”, dijeron que perseguían a los primeros y a los segundos, eso decían.
Terminaron siendo amigos de “Los segundos” y en conjunto perseguían a “Los Primeros”. A partir
de ahí se complicó todo, pues esos tres
grupos terminaron persiguiendo a los campesinos que nada tenían que ver con sus
negocios, rencillas e ideologías. Empezaron las muertes selectivas, el terror,
el desplazamiento forzado y los falsos positivos (Tres plagas producidas por
agentes diferentes para diezmar a la misma población: Los campesinos).
Resistió
cuatro meses, hasta que “Los segundos” le acusaron de ser de “Los primeros” y le
quitaron el ganado, le dieron doce horas para abandonar la zona, y si no desalojaban
lo mataban a él y a su familia. Sintió miedo e impotencia, lloró con amargura
abrazado con sus hijos y mujer. Metió la ropa que pudo en una bolsa y salieron
por el monte, esquivando el camino en una huída que aún no termina.
Hoy
como todos los días se levantó de madrugada, ya no escucha el mugir del ganado,
ni el canto del gallo, ni el trinar de los pájaros. Ahora a sus oídos llega el
rugir de las motos, el bramar de los carros. En su pieza de cartón ya no huele
el café que preparaba su mujer. Ella tuvo que quedarse con sus familiares
mientras él trata de labrarse un nuevo destino en esta ciudad de mierda que
odia con todas las fuerzas de su ser.
Odia
a la ciudad, por sus carros y sus motos desbocadas. Por sus largas calles y
avenidas llenas de tráfico inhumano. Por los policías que lo molestan en las
calles. Por la indiferencia de sus gentes ante el dolor ajeno. La odia por haber inventado en el pasado,
próceres y héroes de mentira. La odia porque en el presente inventaron también
muchos próceres más, tantos que los nombres no les alcanzaron y tuvieron que
numerarlos para darles identidad. Los odia porque no sabe si esos nombres son
un número o simplemente el inventario de sus muertos. La odia porque cobija en
su seno a los políticos que negociaron la vida de las gentes y los bienes del
Estado.
El
sol penetra la sombra donde descansa, frunce el seño y decide proseguir su
tarea, empuja su carreta y grita con voz ronca: «Plátanos, papayas, aguacates,
bananos» Los músculos de su espalda se tensan con el esfuerzo, siente que su
cansancio aumenta. El pavimento reverbera la miseria de la calle y por los
orificios de las suelas de sus zapatos desflorados penetran los clavos
ardientes de la pobreza con noticias de urgencias de dinero. Fija la vista en
una casa modesta y grita con más fuerzas: «Plátanos, papayas, aguacates,
bananos». Se abre la puerta y por ella asoma una morena de cuerpo esbelto que
le sonríe, el sonríe también. Detiene la carreta, la mira a los ojos y le llama
con una inclinación de cabeza. Ella se acerca con un caminar sensual, le
provoca deliberadamente. Bajo la bata semitransparente que viste se alcanza a
notar unas curvas rotundas, un niño se asoma a la puerta gritando «Mami» ella voltea a mirar al niño y este
dice «tráeme un banano» él, desde la acera, observa la redondez de sus
nalgas. Cuando la tiene cerca, frente a sí, le señala los productos que lleva
en la carreta, ofreciéndoselos. Ella
inclina el busto para ver los plátanos y por el escote deja ver las tetas
macizas que lo tienen embrujado.
Ella
toma un poco de cada producto, los coloca en una bolsa, le sonríe y le dice: «Esta noche te pago» El solo sonríe y
dice «bueno». Continúa su marcha bajo
el sol. La carreta ahora pesa menos y odia menos la ciudad.
Valledupar
ciudad de los Santos Reyes. 2010
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