Diógenes Armando Pino Avila

Más vale llegar a tiempo...
Por: Diógenes Armando Pino Avila
El sol comenzaba a calentar, abriéndose paso a la fuerza, por entre una maraña de nubes viajeras, que habían perdido el paso del viento encima del villorrio. La mañana era opaca y algo fría. Por ello, Emperatriz Sajonero, ese día, por primera vez, en sus ochenta y tantos abriles desgastados a la orilla del río en tardes de dominó y noches de tamboras; había perdido la costumbre de madrugar. No oyó los gallos y por tanto su reloj biológico lo traicionó. Despertó con una enorme pesadez, dolor de cabeza y amargor en la boca producto de la resaca acumulada de sus ochenta y tantos abriles bien vividos y mal gastados, como él mismo decía. Al momento de abrir la única y angosta ventana de su aposento y mirar la luz del día que se colaba por entre las hojas del astromelio blanco, que quedaba junto a ella, sintió en su olfato el agradable olor a flores. Sin saber por qué, relacionó este olor con la muerte, y desde ese momento sintió una opresión premonitoria en su pecho y pensó: «Algo grave va a pasar»
La quietud de la calle era apacible, rota por los gritos de los jovenzuelos, de pantalones cortos, que a las puertas de las casas, proponían los productos que vendían a viva Voz: «Siiii llevo bollos calieeentes!» «¿Compran bollos?»
Desde tempranas horas y como siempre, el cura y el sacristán se habían levantado con la voz de los gallos, y como siempre, habían partido hacia la orilla del río a darse su acostumbrado baño matinal, antes que llegaran los pescadores y los descubrieran en su desnudez. Pues, acostumbraban a bañarse desnudos, nadando a enérgicas brazadas el escuálido sacristán, y sentado a la proa de una canoa, el cura echándose totumadas de agua con una seriedad y pulcritud como si realizara un bautizo.
Terminado el baño, cura y sacristán visten sus prendas. El sacristán ágilmente salta de la proa de la canoa al embarrialado barranco de la orilla. El cura trata de hacer lo mismo y su sotana se enreda con la barra de hierro que asegura la canoa a la orilla, cayendo y golpeándose la cabeza con el canto de la barcaza, rueda inconsciente al río, sumergiéndose en sus truculentas y frías aguas para no emerger más.
El sacristán presa del pánico se desnuda y se lanza al agua, sumergiéndose hasta que sus pulmones amenazan por reventar. Sale a la superficie, respira hondo y se sumerge de nuevo, así hace dos o tres intentos más y se convence que no puede hallarlo. Entonces salta a tierra y desnudo emprende veloz carrera hacia el poblado, sudoroso y con el rostro crispado de pavor, pálido y triste, se acerca a las primeras casas, deteniéndose, respira hondo llenando de aire sus pulmones y grita con todas las fuerzas de su ser: «¡Se ahogó el cura!... ¡Se ahogó el cura!»
La noticia salió disparada hacia el centro del poblado, deteniéndose por segundos aquí y allá, en un zigzag violento y convulso, arrancando de nuevo, siempre con mayor fuerza, hacia un objetivo trazado de antemano; el convento de las monjas misioneras de la Congregación Madre Laura. Llegada al cual, rebota, pivotea, salta, se encoge, se expande y regresa del centro del poblado hacia el puerto, acompañada del rumor de los feligreses, que en montones gesticulantes, avanzas hacia la orilla del río, cargando varas larguísimas y aparejos de pesca.
A su paso la multitud se engruesa, hasta convertirse en una abigarrada muchedumbre de rostros serios, adustos, camino al río. Alguien dobla las campanas. El sacristán descubre con asombro su propia desnudez y lleno de pudor emprende veloz carrera hacia el curato, con una mano delante y otra detrás, penetrando como un bólido humano por la puerta central de la iglesia. Atraviesa la nave central, se atraganta frente al altar mayor, mira a lo alto donde Jesús con mirada severa lo observa, él levanta las manos como diciendo «Qué culpa»
Y continúa su marcha hasta la sacristía donde se introduce, y de un ropero con abundante olor a naftalina saca una camisa y un pantalón de lino blanco, vistiéndose a la carrera sin ropa interior. De nuevo doblaron las campanas.
Entonces se da cuenta que no las toca él. Nota con desasosiego que el compás de las mismas no tiene el dejo fúnebre que él les imprime. El toque que escucha es fúnebre, sí, pero con un hilo de alegría. Abandona velozmente la sacristía, cruza a la carrera la nave central de la iglesia y se asoma al patio. En lo alto del campanario observa la delgada figura vestida de negro del sepulturero que se cuelga de los cables de las campanas haciéndolas sonar; este, le mira desde lo alto y esboza una sonrisa donde se refleja el brillo de dos caninos de oro que hacen marco en una boca desdentada, que con voz aguardentosa le dice: «¿Te das cuenta? También se tocarlas»
Emperatriz Sajonero derramándose totumadas de agua añingotado en el baño se pregunta: «¿Qué es esa vaina?»
De nuevo le huele a flores y de nuevo relaciona el olor con la muerte; entonces se dice: «¡Murió alguien!» - y se apresura a salir del baño envuelto en un toallón de varios colores donde lucen estampadas, unas grandes y vistosas guacamayas.
Entra al aposento y asomándose a la ventana que da a la calle, observa el hormiguear de la población que camina hacia el puerto y pregunta a un muchacho que pasa por debajo de su ventana: «¡Hey, pelao!, ¿qué pasó?»
El niño lo mira como un animal raro por la forma como le asoma la panza por encima de las guacamayas del toallón y le responde: «¡Se ahogó el cura!»
La noticia lo golpea en el alma y compungido piensa: «Carajo. Ese era el olor a flores»
Ya la multitud llega al puerto; en él se observan las canoas de los pescadores, listas con sus canaletes y palancas, con sus trasmallos y chinchorras dispuestos para la búsqueda.
Con algarabía tremenda, en apresuramiento nervioso, se trepan a las canoas, repitiendo actos ya comunes a ellos cada vez que el río cobra su víctima. Ellos aceptan con resignación la muerte que por ahogamiento provoca el río en los pescadores. Pero la muerte del cura, es de por si un hecho insólito. El alcalde, en uno de los pocos momentos de lucidez que le permitía el consumo diario de licor, sentenció en tono filosófico: «¡Una equivocación de Dios!»
Las canoas se abren en abanico sobre las turbias aguas, desplazándose lentas, hurgando aquí y allá, con sus palancas los unos, extendiendo sus aparejos de pesca los otros, violando la intimidad del río; pretendiendo con ello encontrar al cura ahogado.
Avanzan kilómetros y kilómetros, absortos en su tarea de rescate, con la terquedad que da la solidaridad, hurgan aquí y allá, hasta que con el cansancio y la noche, llega la nube de zancudos que les acosa por todas partes inmisericordemente, decidiéndolos a hacer el regreso.

En tanto, en la población de El Banco, esa mañana muy temprano, desembarcó proveniente de Mompox, una mujer menuda de unos sesenta y cinco años de edad, de pelo encanecido, tez enrojecida por el sol, andar presuroso, vestida de medio luto, pañolón negro a la cabeza; cargando una mochila arhuaca donde se alcanza a ver algunas prendas de vestir enrolladas en su interior. Su rostro apacible contrastaba con la inquietud de sus ojos brillantes que evidenciaban una alta ansiedad.
Desde su llegada comenzó a preguntar a todo el que encontrara a su paso si no había visto a su hijo Juan Manuel de los Santos Zambrano. Hombre alto, bien parecido, caído en desgracia por el maleficio de una mujer burlada. Nadie le daba razón, pues por su pinta de desquiciada, y por su forma de preguntar nadie la tomaba en cuenta.
Pensaba Zoila Zambrano buscar por dos días más a su hijo en El Banco, y de no encontrarlo partiría a Tamalameque y de ahí a cuanto pueblo y ranchería de pescadores encontrara hasta llegar al nacimiento del río Magdalena, pues ella lo encontraría en este mundo o el otro para llevarlo a Guayacanal en la Guajira a donde según le habían contado había un indio que curaba males supuestos.

Ya las monjas de la Congregación Madre Laura del Municipio de Rioviejo han cursado telegramas a todas las parroquias de la ribera, avisando la muerte del cura por ahogamiento. Y en todos los púlpitos de las iglesias, río abajo, se ha levado plegaria por el alma de Emérito Bayona cura de Rioviejo y oriundo de la población de Salazar de las Palmas de Norte de Santander. Se ofrecía como recompensa la felicidad eterna al feligrés o feligreses que recataran al cadáver. A cicateados por tamaña recompensa en todas las parroquias ribereñas se organizaron grupos de rescate que revisaron el río al derecho y al revés.
Emperatriz Sajonero mientras tejía una atarraya, bajo un kiosco de palma amarga, volvió a pensar en el in suceso: «Siempre lo había dicho, a un pueblo como este, donde el río hace parte de la vida y de la muerte, cómo se le ocurrió al obispo mandarnos un cura cachaco. ¡Ni siquiera sabía nadar! »
Entre puntadas y puntadas comenzó a evocar de sus recuerdos imágenes relacionadas con el cura, como si del hilo de su recuerdo armara la trama de la atarraya de la vida.
«Llegó un día de agosto hace veinticinco años, su llegada coincidió con el tiempo en que los niños elevan sus cometas al cielo. Se bajó de un motor-canoa inmenso que le transportó desde Tamalameque. Todo el viaje lo hizo acostado bocarriba en el fondo de la barcaza, pues, el miedo que le imponía la majestuosidad del Magdalena era tanta, que decidió viajar bocarriba por dos motivos: Uno para dominar su terror al río y otro para mirar al cielo y estar de cara a Dios, por si de pronto algún percance, pues estaba decidido a todo, menos a morir ahogado tan lejos de las lomas de su pueblo natal»

«Desembarcó con el rostro demacrado, con una lividez cerúlea que le hacía parecer a un ahogado; la sotana negra en otros tiempos, ahora desteñida, no por el paso del tiempo, sino, por el uso, aparecía sucia y mojada en los ruedos del faldón. Bajó de la embarcación con un paso erguido que trataba de ocultar la turbación que le causara la “mamadera de gallo” y la sonrisita picara del negro que conducía el motor canoa; pues, en todo el viaje vino haciendo piruetas con el aparato, describiendo curvas innecesarias para ladear la embarcación y asustarlo. No le dio las gracias siquiera, desembarcó afincándose en sus largas piernas, con una maleta de cuero en la mano. Preguntó a uno de los curiosos donde quedaba curato, y se alejó presuroso del río dándole gracias a Dios por haber llegado con bien a su destino»
«Recordó además una de las más fuertes pataletas con la que recriminó por largos meses al pueblo en sus sermones encendidos. Aquella que fue motivada por la inocente confesión de un niño, quien cándidamente le confesó que ya había empezado a “burriar”»
Velozmente pasó por la mente de Emperatriz Sajonero todas las anécdotas del cura cachaco, como siempre le llamó. Rematando su recuerdo diciendo: «Veinticinco años viviendo a la orilla del río y no aprendió a nadar. ¡Tendría “güevas” el cachaco! »
Dos días después, cuando las esperanzas de rescatar el cadáver se habían perdido y que los feligreses abandonaron la búsqueda. Doce leguas más adelante, río abajo, en la población de El Banco, un pescador mañanero, al atravesar el río en su canoa, divisa a lo lejos, flotando sobre las aguas, un bulto donde navegan a la deriva tres goleros. Con mucha cautela se acerca, espanta los goleros con el canalete y con asombro mira primero la enorme panza hinchada y después, el rostro desfigurado del ahogado. Sacando valor del miedo que le embarga, lo amarra por una pierna con la cuerda y lo asegura al ojo de la canoa, reprimiendo las violentas arcadas que comienza a emitir su estomago vacio, al recibir el vaho putrefacto que exhala el cadáver.
Velozmente, emprende el regreso buscando el puerto. Ya los coteros, pescadores, chaluperos, pasajeros y demás personajes que conforman la barahúnda del puerto, en montón compacto, desde el muelle han visto la maniobra del pescador, y a la orilla esperan impacientes para ver que trae este.
«¡Traen un ahogado!-gritó alguien en medio de la multitud-¡Traen un ahogado!»
Ante tal expresión la gente se arremolina y no bien arrimada la canoa al muelle, la multitud se abalanza y morbosamente curiosean el cadáver.
«¡Ese es el cura de Rioviejo!»—dijo un chalupero.

«¡No puede ser! —dijo el otro — ¡Los curas no mueren desnudos!»
Se generalizó la discusión, cada uno opinando a su antojo y gusto. Primando el criterio de que al momento del infortunio por la desesperación de la muerte, el cura se había quitado la sotana.
Algunos de los curiosos del puerto al oír la discusión corrieron al curato a llevarle la infausta noticia al párroco. Este tratando de guardar la compostura, agradece a quienes les llevaron la noticia e inmediatamente corre al teléfono dando aviso a la Diócesis. Desde allá le recomendaron mandara preparar el cadáver, hasta tanto llegara una comisión de monjas y curas para hacer la ceremonia a la altura de la investidura de un sacerdote católico.
Llevaron al cadáver a la funeraria, donde fue preparado con formol, rellenado con cal, regado con café y ungido con fragancias traídas de la parroquia para disimular el penetrante olor a manido que desprendía; fue motilado, maquillado, recortadas sus uñas de pie y de manos recompuesto su desfigurado semblante, dibujada una sonrisa en sus yertos y carcomidos labios, dándole una apariencia de sosiego y mansedumbre. Por último fue vestido con una vistosa sotana, bordada en hilos dorados. Ya metido en un imponente féretro de filigranas dorado, con enormes cristales tallados y asas cromadas, fue expuesto en el centro de la iglesia.
La exposición duró día y medio, durante los cuales la vieja Zoila Zambrano no se despegó del ataúd, mirando y remirando al difunto.  Lo que causó más de un comentario sobre la cordura de ella, motivando dos intentos por parte de los nazarenos de separarla del féretro, los que a la postre resultaron infructuosos, pues no hubo fuerza humana que lograra este propósito.
Ese día llegaron dos busetas climatizadas que se parquearon al lado del atrio de la iglesia, de la color celeste, bajaron treinta curas y un obispo, y de la color blanco con franjas rosadas, bajaron cuarenta monjas y dos novicias.
La comitiva diocesana entra a la iglesia en procesión, entonando cánticos fúnebres, rodeando al ataúd y a la vieja Zoila Zambrano, quien obstinada, no quiso apartarse tampoco del ataúd.
Las enormes campanas de la iglesia echaron al vuelo los dobles funerales.  Los feligreses se agolpaban en la iglesia y una gran cantidad de niños se colgaban cual racimos en las ventanas, donde las apostoladas trataban de desprenderlos con palabras persuasivas y pescozones disimulados. Tamaña multitud apiñada en tan reducido espacio sofocaron el ambiente, y los ventiladores eléctricos no alcanzaban a mover el aire denso y caliente de la tarde.
Fue una misa larga, hermosa dirían las beatas. Una misa cantada y concelebrada, interrumpida únicamente por los sollozos lentos y pausados de la vieja Zoila Zambrano de pié al lado de la caja mortuoria. En una procesión sin fin, fue llevado el cadáver al cementerio, donde en una bóveda fastuosa, con una lápida de mármol que semejaba una catedral, fue inhumado el cadáver.
Un día después. En una ladera olvidada en un punto equidistante entre Rioviejo y El Banco en jurisdicción de Tamalameque, Pompilio Almendrales García guiando su fuera de borda, camino a su finca, mira hacia unos matorrales varados en el río y observa, flotando atrapado entre las varas del matorral, una reluciente figura que se mueve al vaivén de las aguas: pensando que es uno de sus becerros que se le ha ahogado enfila preocupado la proa de la lancha hacia allá. Atónito observa: es un cadáver vestido con una desgarrada sotana negra. Dándose un golpe en la frente con la palma de la mano: exclama: «¡Coño!... ¡Es el cura de Rioviejo!»
De inmediato emprende el regreso a toda máquina hacia el pueblo de Tamalameque.
Llegado al puerto, con paso rápido, se dirige hacia la iglesia, la cual repleta de feligreses le parece grande, enormemente grande. Avanza por la nave central, con fuerte taconeo como queriendo llamar la atención. Hace fila con los que van a comulgar. Con las manos cogidas a la espalda, espera su turno pacientemente.

Acercándole una hostia a la boca el cura le dice: «El cuerpo y la sangre de Cristo»
«Necesito hablar con usted padre --responde Pompilio Almendrales-- es de suma urgencia »
El cura responde circunspecto: «Espéreme en la sacristía» Continuando el sagrado sacramento de la comunión.
Terminada la misa, el cura abandona el altar y penetra en la sacristía, donde de espaldas observando un santo de madera, se halla Pompilio.
«A la orden don Pompilio ¿que se le ofrece?"
Pregunta, pensando en la última vez que lo vio en misa hace veintidós años, el día que lo enlazó en matrimonio con Estebana Jacobo.
«¿Qué vientos lo trajeron por aquí?»
Sin más preámbulos y como gozándose anticipadamente de la reacción del cura, Pompilio le suelta así al rompe en forma escueta la noticia:
 «¡Encontré al cura, padre!»
«¿Otro cura? - se sorprende el párroco - ¡No puede ser!»
«No padre, este es el verdadero, ¡con sotana y todo!»
El cura medita silencioso dando cortos paseos en círculos dentro de la estrecha sacristía, en su cara se nota la enorme preocupación que le embarga.
«¿Dónde lo encontró?»
«En la playa padre»
«Sígame, llamaré al obispo»
Salen por una puerta lateral, que da al patio de la iglesia y por un piso angosto de ladrillo rojo, manchado de un verdín húmedo, se encaminan hacia una pequeña puerta de madera, que queda al fondo, la cual traspasan y llegan a un patio lleno de flores y tiestos de barro que con mucho esmero cuidan dos monjas ancianas.
Pasan sin saludar y se dirigen al interior del curato, internándose por unos pasillos oscuros, que les conduce a una oficina atestada de libros viejos y estampas religiosas en las paredes, donde como únicos muebles se hallaban: dos sillas de madera y una amplia mesa de cedro, dándole un tono austero al recinto, donde un penetrante olor a moho, que evaporaban los libros de registros bautismales, amenazaba por asfixiarlos.
«Siéntese don Pompilio» −Invitó el cura con un gesto cansado de mano.
Después de sacudir el polvo con el sombrero que llevaba anidado en el sobaco, se sentó y dijo:
«¿Qué vamos a hacer padre? »
El párroco no contestó. Tomó el teléfono con la mano izquierda, donde relucía un enorme anillo de oro de otras épocas, adornando una mano nervuda y sudorosa, mientras que con la derecha hurgaba en un profundísimo bolsillo de la sotana, buscando las llaves de un pequeño cofre de madera, que descansaba sobre la mesa. Abrió el cofre, del cual, sacó una pequeña libreta de apuntes, que comenzaba a perder el color de sus hojas por el paso de los años y el continuo manoseo. Buscó en ella un número telefónico; el cual marcó con rapidez. La espera fue corta, inmediatamente se presentó y pidió comunicarse con el señor obispo. Esperó un par de minutos, callado contemplando un cuadro de la santísima Trinidad.
Después, con un tono ceremonioso, en voz baja comenzó a contar los pormenores de las palabras de don Pompilio. Quedó callado, asintiendo con la cabeza, recibiendo las instrucciones, que el obispo le daba en la distancia; se despidió con un: «Dios lo bendiga su excelencia» Colgó el teléfono y volteando para donde Pompilio, mira que este está de espaldas acodado a una ventana que da a la calle, observando un policía que piropea a una alumna adolescente y dice: «Todos los días hace lo mismo»  Pompilio se sorprende y voltea sintiéndose eludido.  El cura aclara: «Ese policía, es un pervertido; vive públicamente con una prostituta y enamora las alumnas»
«Ah! - contesta Pompilio - ¿Que le dijeron padre? »
«La situación es grave −dice frunciendo el ceño− no hay plata para un nuevo entierro. Además, sería ridículo para la curia que este hecho transcendiera, imagínese los comentarios que se harían si la gente se enterara»
«Cierto padre. ¿Qué hacemos? »

«Primero prométame guardar el secreto - dijo el párroco circunspecto -¡Júrelo ante Dios! »
Pompilio se hinca ante el crucifijo que el cura eleva en su mano derecha y llevándose los dedos en cruz a la boca los besa diciendo: «¡Lo juro! »
Parece que estas palabras, le quitaran un enorme peso de encima al padre, pues apenas oírlas respira, hondo, le da una palmada cómplice en la espalda y dice en tono conspirador: «Espéreme aquí»
Sale de la estancia, al cabo de unos cortos minutos regresa con dos palas en la mano diciendo: «Ahora sí. Lléveme donde está el cadáver»
Camino al río la gente se sorprende de ver juntos a tamaña pareja, pero se asombran más al verlos cargando sendas palas. Caminan rápido por el centro de la calle, camino al río. No hablan entre sí, como si el peso de su misión les impidiera el don del habla.
Llegados al puerto embarcan las palas. Pompilio espera que el cura se acomode, luego desamarra la lancha y la empuja a la corriente saltando ágilmente a la borda de la misma. Con tirones enérgicos enciende el motor fuera de borda de ciento setenta y cinco caballos de fuerza, el cual impulsa violentamente la lancha elevando la proa, la cual apunta al cielo, envistiendo las caudalosas aguas del río Grande de La Magdalena.
Quince minutos después arriman a la playa, al lado de los matorrales, Pompilio señala el cadáver. Desembarcan silenciosos y con unas varas destraban al ahogado, halándolo a tierra. Lo arrastran por las piernas y lo acomodan cuan largo es. Con paladas frenéticas cavan la sepultura en la blanda tierra de la playa, metiendo cuidadosamente el cadáver en ella, proceden a taparlo, no sin antes, el cura arrojar en el abierto agujero un crucifijo de palo labrado, que trajo para la ocasión.
El cura eleva una silenciosa plegaría bajo la mirada inquisitiva de Pompilio que aspiraba verlo derramar siquiera una lágrima.
Secándose el sudor, emprenden el regreso montado en la lancha. Pompilio rompe el silencio.

«¿Cómo es la vida, padre?... Mire que el verdadero cura enterrado así, ¡sin más ni más! »
El cura imperturbable parece no oírle, pero cuando Pompilio le repite la frase, contesta:
«Los designios de Dios son inescrutables»
Pompilio calla como aceptando la teológica respuesta, pero su mente no para un momento con la inquietud y la curiosidad, no pudiendo contenerse pregunta: «¿Quién sería el ahogado de El Banco? »
El cura, mirando los matorrales de la orilla, que le tapan la visión del tanque del acueducto que se divisa a lo lejos responde distraídamente.
«Quién sabe. ¡Quién sabe! »
¡La vieja Zoila Zambrano, si lo sabía, pero prefirió callarlo!



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