Diógenes Armando Pino Avila

QUIRÓFANO

Por: Diógenes Armando Pino Ávila

Ahora que estoy atado a la silla de mi escritorio, amordazado y con la venda semi-caída sobre mis ojos, es cuando me doy cuenta que algo malo paso.
Llegamos puntuales, los tres, contentos por la invitación; nos iban a dejar participar, cosa rara en ellos.
Apenas traspusimos la puerta, vimos la sala llena de luces. Entramos y al momento se abalanzaron sobre nosotros, los nueve individuos vestidos de blanco, que a lado y lado de la puerta nos esperaban agazapados; nos golpearon frenéticamente, reduciéndonos a la impotencia, luego nos maniataron sólidamente a las sillas de nuestros respectivos escritorios y con trozos de seda que cortaron de la bandera de la nación, nos amordazaron y vendaron.
Comencé a hacer esfuerzos por soltarme, no pude; sólo logré que la venda cayera parcialmente de mis ojos; así pude observar atónito todo lo que ocurría a mi alrededor.
Muy quietos, rígidos tal vez, en una concentración perfecta, los nueve individuos vestidos de blanco, con las miradas fijas en sus escritorios, repasaban silenciosamente los apuntes que tenían en las hojas de papel apiladas ante ellos. Quietos, callados, sumaban, restaban, multiplicaban y dividían. Cualquiera los hubiera confundido con unos estudiantes aplicados de matemática resolviendo un complicado ejercicio.
De repente, al mismo tiempo, sincronizadamente, levantaron la cabeza, se miraron unos a otros quiñándose los ojos y levantando el brazo derecho con el puño cerrado y el pulgar rígido hacia arriba, sonrieron satisfechos y frotaron las manos.
Con ruidos metálicos de goznes sin aceitar, chirreando tétricamente en el silencio de la noche, se abrió la puerta de la sala. Todos fijaron allí sus ansiosas miradas, relamiéndose los labios de placer anticipadamente.
Apareció, por el hueco de la puerta, una camilla forrada en hule negro, alta, fría, de hierro cromado, que al reflejo de las luces despedía destellos iridiscentes que herían la vista. Un hercúleo camillero, de larga bata blanca la empujaba al centro de la estancia. Cuando la ubicó en el preciso centro del círculo que hacían los escritorios, hizo una reverencia y salió callado, parsimonioso tal cual había entrado, cerrando la puerta a sus espaldas.
A partir de ahí observé asqueado el mas horrible y dantesco espectáculo visto en mi vida. Los nueve individuos retiraron la vista de la camilla, encima de la cual reposaba un bulto antropomorfo cubierto por una sábana. Se pusieron en

pie sincronizadamente, abrieron el cajón derecho de sus respectivos escritorios y sacaron cada uno, un maletín negro de cuero, de los cuales extrajeron completísimo instrumental quirúrgico.
Calzaron los guantes, se acercaron a la camilla instrumental en mano y halaron la sábana la cual cayó blandamente al embaldosado piso, dejando al descubierto un cuerpo enjuto de piel apergaminada, pelo blanco, un viejo de edad incierta, sumido en un profundo sopor ajeno a su más completa desnudez.
Luego de destapar los frascos de yodo, con los cuales impregnaron los hisopos de algodón - ignorándonos totalmente - comenzaron a cuadricular milimétricamente el enjuto cuerpo del desnudo viejo. Hecho lo cual, se rotaron de derecha a izquierda y con reglas y escuadras verificaron desconfiadamente las medidas tomadas por los otros, midiendo aquí y allá. Cuando terminaron de constatar las medidas y que cada uno dio su aprobación con una inclinación de cabeza, comenzaron a cortar bisturí en mano - ignorándonos siempre - cada cuadrito pintado con los hisopos de algodón.
Sudaban copiosamente. Sus blancos vestidos empapados de sudor, salpicados con pringos de sangre que saltaba del inerte cuerpo por cada nueva incisión practicada, se iban tiñendo poco a poco de sangre tornándose rojos.
Con mucho cuidado - ignorándonos totalmente -fueron descarnando aquel cuerpo senil metiendo los trocitos en unas inmensas bolsas de polietileno de color negro, en las cuales resaltaban con letras rojas y azules en grandes caracteres las palabras AUXILIOS, eran bolsas inmensas que para tal efecto desplegaron a sus pies.
Cuando se acabó la carne, cogieron las vísceras, escurrieron al piso las materias fecales y también milimétricamente se las repartieron. Luego que quedó el esqueleto modo y lirondo, cada uno le extrajo tres piezas dentarias, dejándole tan solo cinco en los maxilares de la calva calavera, que parecía reír con su inexistente boca desdentada.
Cuando terminaron su tétrica faena rieron a carcajadas, señalando el esqueleto y comenzaron una danza extraña, entonando unos cánticos que no logré entender, acompañándose de palmadas, que sonaban sordas, porque los guantes ensangrentados amortiguaban el sonido. Danzaron y danzaron alrededor del esqueleto hasta que cayeron extenuados.
Rato después, repuestos del cansancio de la danza, sonriéndose entre si se levantaron, estrechándose las manos llenas de sádica alegría y cargando cada uno con su bolsa de polietileno salieron precipitadamente de la sala.

Al quedar solos, levanté la vista a la pared del fondo y cerca a la desgarrada bandera nacional, vi un cuadro inmenso del sagrado corazón de Jesús. Me disponía a rezar, pero al observar el rostro de la imagen noté que dos gruesas y cristalinas lágrimas resbalaban por sus sonrosadas mejillas y su fina boca estaba fruncida en un gesto de tristeza e indignación. No pude rezar, bajé la vista y miré la sala vacía, los escritos desocupados, en la camilla el esqueleto y en el suelo las materias fecales.

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