José Atuesta Mendiola



Monólogo de un árbol  kogui

Una golondrina regó la semilla
 para que yo naciera.
Crecí lejos del humo y del ruido.
En un espejo de agua
mis hojas descubren su color.

También, yo siento que soy tu hermano.
No se vive para uno solo.
Kanimpana, mi Padre, dijo
que yo era el guardián del aire.

Soy tan sensible como tú.
Tu mirada, hermano Kogui,
 es otra forma de lluvia
que nutre mis raíces.

Nada hay en tus intenciones
que sea ofensa
para Kanimpana, mi Padre.

(en   Un Tambor Roto en la Pisada, 2001)



¿Quién soy yo en el mar?

Al pintor  Jaime Malina

¿Quién soy en el mar que camina
escurridizo a la sal de sus orillas?

Del mar soy un inexperto, un imitador de dudas
que desconoce
hasta el sencillo roce de las olas.



Palabras de un mamo kogui


Yuluka(*)  hermano Kogui,
La Ley de la Madre
no es reliquia de hielo.

Los ojos totémicos del jaguar son compañeros inseparables de tu sombra.
El aguacero es una mujer que baila con el trueno.

Yuluka hermano Kogui, el pan lo da la tierra
sin derramar sangre en la hierba.

La flauta suena arriba del árbol para que el sol no queme la noche. El cóndor se niega en la nieve
al descenso del último crepúsculo,

Yuluka hermano Kogui, mi voz antigua tiembla,
hermanos menores no escuchan.


(*). Yuluka, voz Kogul, que significa ponte de acuerdo.
(en Un Tambor Roto en la Pisada, 2001)

La eterna dicha de mis cuerdas  


Las primitivas  onomatopeyas de los pájaros
y el río son obras de mis cuerdas.
Cítara  fue mi  nombre entre los griegos.
Con los séquitos cantores del imperio
estuve en el descanso del guerrero
y conquisté el mundo.
Yo era la mejor  arma
para alunar las flores
en la noche del romance.

Con las trovas juglarescas
de la España invasora
llegué aquí a  plantar
las semillas de mi canto.
Una muchedumbre  de nativos alucinaba
el aire con la urdimbre de sus gaitas.

Ante la soberbia de la espada
 el rebelde nativo levantó
una muralla con sus flechas.
Y en divorcio estuvieron tres siglos
la música de mis cuerdas
con la melodía de las gaitas.

El nativo en refugio ofrendaba
sus  cantares a los dioses.
Los palmoteos cantaos del tambor
alborotaban  los palenques.
Y yo segura de la mano soberana
derramando  el lírico perfume.

Después estuve en el júbilo
 de la patria vallenata
acompañando las coplas libertarias.
Me quedé enamorada
del amarillo fogoso de los cañaguates
 y de la inversa soledad
en los patios de la parranda.

Cuando yo reinaba solitaria
la fértil fragancia,
el soplo del teclado
conquista el corazón de los juglares.

Hoy vuelven a mirarme
como la que siempre he sido:
Reveladora de la epopeya mestiza del canto
y de la  arquitectura celestial de un trovador.
Y sigo ahí, con la dicha eterna de mis cuerdas
en el imperio sagrado de la música.


Testamento  de un hombre que nunca fue a la guerra


•La guerra reduce el territorio al tamaño de los pies"
Palabrero Wayú

Conmigo nadie estuvo en fuga.
la ausencia de las armas
fue un inverso cautiverio.
La profana cabalgata talando girasoles
nunca acompañó al jinete  de mi sombra.

Mi serena procedencia fue ajena
a la dicha pasajera de la trampa,
a la fábula farsante del espejo.

El sinsonte de los atardeceres esconde
el trino de los años en el rostro:
Entre más dulce es el alma
más leve es la montaña del tiempo.

El viento no aprisiona las hojas de los cactus
entre  mis manos vacías
ni derraman  las espinas el filo de sus agujas
en la vulnerable  esquina de la tarde.

Los fogajes de la mujer  amada
hacen olas en el mar de mis deseos,
el amor atisba los remos
en la conquista esquiva de la nave.

Mi territorio no es fértil  para la sed
que nunca encuentra el cauce de los ríos
ni para el vórtice humeante  de la emboscada
que destruye los colores de los sueños.
Mi territorio es morada

de peregrinación y retorno
donde la vida crece
más allá del tamaño de los pies

Estas calles siempre han sido mías

Entre acequias y arbustos
que repetían los amaneceres del agua
vi nacer estas calles que siempre han sido mías,
las vi ofrendar sus orillas a viajeros
que adrede perdieron el regreso.

Me place caminar por estas calles
 cuando las escarchas de la noche
son cristales sonámbulos de viento,
y el cortejo claroscuro de la  música,
paraíso axial de la alborada.

En esta levedad de quietud matinal
el cielo Jo siento más cerca de mis oídos
 y mis manos que te saben de memoria
atrapan las distancias



     para alcanzar las orillas de tu

cuerpo.


Monólogo de Francisco  El Hombre

He vuelto en busca de mis pasos perdidos.
Mis pies eran luceros
trasnochando las flores  del camino.
Mi nombre quedó
en el abecedario de los pueblos.
Yo era profanador del tedio pastoril
y sembrador de música en la aurora.

Al final de una parranda, casi interminable
un río de alcohol navega en   mi cabeza
y se pierde el camino en mi regreso.

Mis pies cansados acomodan mi cuerpo
sobre las raíces de un árbol gigante;
en el umbral del delirio,
débil sueno  las teclas de mi acordeón
y escucho  que alguien repica mis notas.

Entre el miedo y el temor
emerge de mi corazón un soplo iluminado
para tocar y cantar El Credo como Dios manda.

Hubo una larga quietud
del viento y de mi alma.
Estuve dormido no por cuanto tiempo,
y después pude encontrar
el camino de regreso.

Crónicas  de un conquistador        

La sonatina de espumas en el río,
los fragmentos de sol sobre los árboles
y la llanura semental de pastizales
fueron tentaciones para el imperio.

Levanté mi espada
y declaré la fundación de este Valle.
 Estrené el poder
con las bermejas lagunas derramadas
del rastro Chimila en nomadía.

Los rechazos de las pasivas caderas
fueron sótanos para nuestra lujuria.

Escrutamos los insólitos tesoros
para llenar el regreso de las naves.

Una mujer que soñó un sol en sus manos fragmenta la corona del imperio.

Y todavía me sorprende la triste ingenuidad,
me honran con gigantes monumentos
y a la heroína ya casi nadie la recuerda

Desertor de la  vida

Él, casi dormido
sobre los senos abiertos de la madre
en el rito  lactescente de los labios.

Ni ella ni él  vieron       la sombra
que rondaba   las ranuras  de la puerta.
Era  un desertor   de la vida,
que  empuñó   la ira de su arma
y ahogó   la vida de la madre.



Él quedó derrumbado  en         hondos   abismos
y  desde el fondo  repite  estas preguntas:
¿De qué charca beben los hombres?
¿ De qué tuna  mastican  las espinas?
¿ De qué hocico amargan  su garganta?
¿ De qué tiniebla  oscurecen   su alcoba?

Para que  las fieras anden
por la ruta  de su sangre
y salgan arrojando


los temblores  de la

muerte.


José Atuesta Mindiola, nacido en Mariangola, población rural cercana a Valledupar. Licenciado en Biología y Química, ha publicado varios libros de poemas entre otros: Valledupar desde la otra orilla. A los ojos de todos.  Dulce arena del musengue.  Estación de los cuerpos.  Un Tamor roto en la pisada. 



.




.


Comentarios

Entradas populares de este blog

SIQUIERA SE MURIERON LOS ABUELOS

Lindantonella Solano

Jorge Artel