César Enrique Parejo Fonseca

La huelga
Por: César Enrique Parejo Fonseca
−Abuelito −preguntó la nieta,  sentada en las piernas del abuelo− ¿por qué,  para que los burros caminen ligero  hay que  echarles besitos?
−¡Ah! −respondió el  abuelo− ésa  es una historia  vieja, bastante vieja.
−Cuéntamela, abuelito, ¿sí?
−¿Ahora? ¿Por qué  no la dejamos  para otro día?
−Ahora, abuelito, que tengo curiosidad por saberlo.
−Está bien, te  la voy a contar, pero presta  mucha  atención.
−Estoy  atenta y prometo no  interrumpirte.
 −Sucedió en  un  pueblo del  Oriente, donde se dice que empezó la humanidad; allí los asnos  se acogieron al alero del  hombre, para  que  él los protegiera de  los tigres y los leones, y a cambio  ellos, los asnos, le servirían de  medio  de  transporte. Así, por  este acuerdo,  el hombre se comprometió a cuidar del asno y alimentarlo; a cambio, el asno le servía de  locomoción donde quiera que  el hombre precisara ir.
Como el hombre de aquella  época era nómada, se veía obligado a cargar  sus pertenencias de  aquí  para  allá y de allá para  acá; para lo cual era muy útil el asno. Después, cuando se detuvo  y formó comunidades, necesitó los  servicios del  asno para  arriar la cosecha,  la leña  que  utilizaba como  combustible y los alimentos.
Así, de esa forma, el hombre se hizo el amo  del asno y éste  perdió su libertad; porque  quien  pone  su fe en  los hombres, siempre corre el riesgo de ser traicionado.
Cuando ya el animal  estuvo sometido a la voluntad  del hombre, éste se volvió un tirano  que  lo sojuzgaba  de forma  cruel  y arbitraria; entonces lo maltrataba a palos, lo apuraba  con  puyas y ganchos punzantes que  llamó  garabatos y con  los cuales le  hería las nalgas. No hacía falta un motivo,  el tirano descargaba sus frustraciones en el pobre  animal, sus rabias, sus errores y sus desgracias.
Descuidó la  alimentación y la silla  y por  este  motivo se enflaqueció y se llenó  de llagas el espinazo y las costillas.  Famélicos, llenos de llagas y sometidos  a la incomprensión y tiranía,  decidieron lanzarse a una huelga.
Por medio de rebuznos, lanzados  a los cuatro vientos,  con  toda  la potencia de  sus poderosos pulmones, divulgaron  la consigna en  todo  aquel  continente. No hubo rincón donde no llegara  la noticia de la huelga,  con la hora  exacta y el día que  había de empezar. Durante un mes se divulgó la consigna.
Llegado  el momento, rodos los asnos se tiraron  al suelo,  haciéndose los enfermos: orejas caídas y patas débiles que  no sostenían al cuerpo; así, paralizados en  todo  el continente.
Cuando el hombre vio al asno  enfermo y no pudo  utilizarlo  para transportarse ni transportar sus cosechas y sus alimentos, trató de hacerle remedios.
La noticia de aquella repentina enfermedad  fue declarada emergencia continental y se solicitaron los servicios de  los mejores sabios para que  curaran la epidemia que atacaba a los asnos y que tenía paralizada  la economía de todo el continente.
Los sabios registraron al asno minuciosamente: la boca,  las orejas,  los cascos, los ojos y cada centímetro de piel, sin encontrar nada.
Se reunieron en junta   para  intercambiar  ideas y tratar  de saber  qué  había  descubierto cada  uno. Explicaron los  exámenes realizados por  cada quién y llegaron a la conclusión de que  desconocían la extraña enfermedad, y recomendaron se  hiciera rogativas fervorosas, a ver  si el  buen Dios salvaba a los asnos,  pues corrían el riesgo de desaparecer y era un animal  muy útil.
Así estaban  las cosas cuando intervino un  asno  joven,  de  color  moro, a quién sus compañeros habían designado como  portavoz y negociador.
Explicó que la enfermedad era simulada y que   en  realidad se  trataba de  una huelga que  había acordado como protesta por  la desconsideración y el mal  trato  a que eran  sometidos.
−¿Y  qué  es lo  que desean? −preguntaron los hombres.
El  pliego de peticiones de  los asnos solo  tenía  un  punto: Que nos  traten con  amor,  que  en  vez de darnos fuetazo, un  garrotazo o un  chuzazo, nos lancen  un  beso y nosotros  entenderemos que desean  que apuremos el paso.
Cuando los  hombres oyeron la petición  de  los asnos,  se rieron  y les dijeron locos, que  quién  iba  a soltarle  besos a un  animal  tan feo y orejón, que  eso era  una  burrada.
Pero  los asnos  se mantuvieron firmes en  su  posición y las cosechas empezaron a dañarse, faltó la leña para el fogón, escaseó el alimento y fue entonces que reconocieron los méritos del  asno;  mas, al analizar que  en  el trato  ellos eran  beneficiados y que  al fin  un besito no  costaba nada, dijeron que  como negociante el asno era un burro. Por eso le endilgaron el monte  de burro.
 Desde  entonces el  hombre le dio  el nombre de burro, por lo mal negociador.
Hasta  nuestros días  el beso  ha perdurado, hoy aún  el  hombre le suelta besos  al asno para apurarlo.
Tomado de: Antología de cuentos de autores cesarences. Instituto de Cultura y Turismo del Cesar. Valledupar 1.994
César Enrique Parejo Fonseca. Nacido en San Roque municipio de Curumaní Cesar- Colombia. 1.941, solo realizó estudios primarios.

Comentarios

Miguel Barrios Payares ha dicho que…
Buen texto amigo Diógenes.
Gran trabajo el suyo este de recoger los textos de la región.

Buen fin de semana.
Gracias Miguel, espero de Jauría algunos textos para publicar.

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