Alfredo Bermúdez



SONIDOS ASESINOS
         
  Si Nata y Cami vieran cómo estas manos que ahora ya dominan el piano ultrajan la tierra que está encima de sus tumbas para desenterrarlas, seguro que callarían, no sin antes dejar caer los instrumentos de sus bocas, y dar su consentimiento para que ese silencio cruel, que acaso pareciera escapar de un extraño y triste lamento, tire un punzón contra esa atmósfera limpia y sin más precio que la ternura a la que me acostumbraron en los trece años que las dejé vivir a mi lado. Cami debe haber dejado que su cadáver permanezca igual al noble bálsamo de esa niña que siempre fue, y cuyo rostro cayó de bruces al ordinario piso de acústicos bordes que acabó con la piel que aseguraba su cráneo. Nata por el contrario dejándose seducir por ese brillo de impaciencia que supo mostrarme en los años de casados, se movería a un franco del ataúd consintiendo buscar ese atinado espacio que en tiempos difíciles tanto le sirviera; ya para poner a Cami en guardia sobre el futuro de nuestro matrimonio, diciéndole: —Si el cuervo se pone difícil, ya sabes que nos iremos de la mansión— replicaba ya para propiciar mis interrogaciones sobre si era conveniente todo lo malo que yo hacía o ya para que yo cediera a aquel regalo que de un momento a otro quería: Un viaje a la Baviera para comprar un saxofón de prototipo. 

Eran años buenos para mi negocio, las rutas no tenían quien las frenara, mis socios salían contentos poco después de poner fin a aquéllas extensas reuniones en que nos repartíamos el inescrupuloso botín de dólares, en fin todos con esa fisonomía exitosa de los capos del hampa y diciéndose —Somos narcotraficantes! 

Era una red de dolor que Cami contenida en su ingenuidad nunca quisiera entrar a una de mis reuniones con esa brillante armónica que mantenía a toda hora sobre sus agitados labios. Dios sabe que quise cultivar en ella el noble gusto, que muchos hombres desde los tres últimos siglos, padecieron por el piano. Ella nunca lo quiso, simplemente desechó en tal estado de convicción esa puerta abierta al genial romanticismo de los clásicos: Mozart, Stravinsky y por supuesto un Strauss al que siempre juzgué superior a Bethoven. Cami prefería reventarse todo el aire guardado en sus pulmones con esa barata armónica que siempre soñé desaparecer de nuestras vidas. 

Nata, por su parte, tiesa en sus ojos, con sus largos cabellos semejantes a la fina felpa, y tomándose siempre las atribuciones de mujer juzgadora de mis tentaciones, no dejaba un segundo vivo, dueño de su propia parsimonia en las noches en que solíamos subir a la más alta suite de la casa, sin dejar de ahuyentar mis certidumbres en cuanto a lo del piano. Supe ahí, justo en ese indelegable instante en que el roce de sus lívidos aromas llegaba a mí, que Nata sólo podría tener vibrantes suspiros para su intolerable saxofón. 

Así fue como en casa se fue construyendo el propicio terreno para una brutal guerra de sonidos en los cuales nos equiparamos los momentos de triunfo. Unas veces la solvencia de la armónica tocada por los aires despachados en los pulmones de Cami, se imponían con tal rigor que soñaba yo con que se diera punto final a la reunión, en la que Graciano, el Turco, Caníbal y otros no menos malhechores, nos turnábamos el poder de escoger a cuál inútil socio matar, eso iba llevando dentro de mí una cuerda de intolerancias, que no se quedarían así, pero Cami era mi hija, el único pedazo de carne en que la genealogía de Aníbal Ferrero alias “el Cuervo” descansaría. Cómo atentar contra Cami cuyo único pecado era visitar día a día las maniobras producidas por una modesta armónica al servicio de su boquita de pequeña moza. 

Me fue también posible ver cómo se daban días en que Nata vencía sin rival posible, con su enorme y consonante saxofón de dorados semejantes a un pulido oro, que estuviese virgen por siglos, quien a cambio de sus soplos vencía el justo andamiaje de la calma, vigilada en el silencio del gran hall central que partía desde que se daba el primer paso sobre la puerta de recibimientos. 

Me preparaba con tanto empeño para los adiestramientos en las clases de piano, cuya música amaba tanto y que progresaba en mí a través de un abnegado alemán llamado Friedrich, que tanto me costó convencer hasta que finalmente emigró desde la Sajonia a mi mansión a consecuencia de una fastuosa valija de dólares ofrecida por sus servicios, que creo que nunca llegaría a gastar a decir de su indomable austeridad de germánico. 

—¡Nata no te puedo matar!— comencé a decir en las noches, en que ya no sentía que le hacía el amor a una lisa piel de seda, sino a ese odiado metal saxofónico que se transfiguraba en la piel de mi esposa, pues sabía que entonces Cami, que había sido instruida por su madre con sus mismos cojones de insensata, no dudaría un instante en tomar el lugar de la madre muerta y sus próximos años de adolescencia acabarían conmigo a razón de sus combinados toques de armónica y saxofón. Serían dos por una, y yo el cuervo Ferrero dueño del hampa de la ciudad, vería mi corazón destrozado a merced de ver a mi hija entronizada en esa deslealtad musical que yo no invertía segundo alguno en tolerar. 

Debió ser el conjunto de descarnados sonidos, que puso mi estado somnoliento aquella madrugada en que mi furia condensada quiso tomar venganza de mi más apetecidas frustraciones; fue justo allí cuando me entregué a la fascinación por aquella melodía de Richard Strauss de 1889 que el genio llamaba muerte y transfiguración, el delirio en realidad era inalterable luego de que junto a mis socios acordamos la partida al infierno de Graciano. —Ya no lo necesitamos ¡sus rutas ahora son nuestras!— les dije antes de despacharlos con mi voz quebrada a causa del elitista whisky consumido. Sus miradas ambiciosas me dijeron adiós, antes de echarme al sueño. Tan pronto cerré mis ojos, y como una respuesta de un limbo ajeno al que vivía, observé la imagen de Richard Strauss tocando como nunca las teclas de mi piano, en cuyas cadencias hallé el mensaje que me forzó a pararme e ir por Nata y Cami al cuarto de instrumentos de donde provenía esa función de armónica y saxofón. Corrieron tan pronto supieron de mi visita porque sabían que les había llegado su momento. Los ruidos descendieron hasta callar. —No papi, no, no, gritaban los pulmones de Cami. —¿Qué haces mi cuervo?— Replicaban los nervios a todo vapor de Nata. Las perseguí desde la biblioteca al estudio, iban temblando pero siguieron corriendo, Strauss seguiría tocando en mi cabeza con tal de que las dejara fuera de circulación. 

Pasamos las cuadras de la salida del pasillo, el grabado de pió XI y el retrato de Al Capone y cuando creyeron que ya no había música en mi alucinación, pude cogerlas, decirles yo gano y lanzar mis manos sobre sus pechos ya sin aire. Sus cuerpos rodaron por las escaleras y las vueltas de sus siluetas a las puertas del abismo, fueron a dar al duro casco del piano que las esperó sin impaciencia. Su sangre rodó por las proximidades hasta tocar con calor de cadáver cada uno de los objetos que yo había reubicado sobre la sala. El silencio se había tomado la orquestación de las cosas, todo parecía un juego de mudos aplausos, después de una opera que se paseaba por ahí.

 Alfredo Bermúdez Casas (Santa Marta - Mag 1985). Estudiante de Derecho de la Universidad Popular del Cesar. Miembro del taller de creación literaria José Manuel Arango adscrito a la Universidad Popular del Cesar y a Relata.

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Fuente textos: Viaje a la memoria 2009


Cortesía de Miguel Barrios Payares

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