Ramón Illán Bacca


El silencio

Esa noche, todavía temprano, el teniente José Pío Álvarez, un joven tímido y de quién se decía escribía poemas, fue a buscar al general Cipriano Manjarrés —un hombre cuarentón, con fama de valiente e inflexible— para acompañarlo a una reunión de jefes conservadores. La guerra proseguía e iba para tres años, aunque ellos, los del gobierno, estaban venciendo. Josefina, la mujer del general, una mujer andina de quien se decía tenía un pasado, recibió al teniente en forma amable pero distante, como solía hacerlo. El joven y la señora se quedaron en la sala y el general subió al segundo piso para afeitarse en su recámara. Dio todos los pasos requeridos. Pidió a gritos agua caliente y Clotilde, una de las domésticas, acudió presurosa a llevarla. Afiló la barbera en la penca que colgaba de una de las sillas y empezó a afeitarse frente a un gran espejo con marco de ébano, que colgaba en la pared enfrente del corredor.

Y de pronto, cuando buscaba una loción en la cómoda para detener la sangre de una pequeña cortada, lo sintió. Un extraño silencio había caído en la sala. Asomó la cabeza al corredor para sentir las voces. No se oía nada y el biombo colonial del que se ufanaba tanto y que separaba la escalera le impedía ver qué ocurría. Continuó afeitándose con el corazón apretado y los oídos atentos. Ningún ruido, o de pronto sí. Tal vez el palpitar de dos corazones. ¿Por qué callaban su mujer y el teniente? ¿Qué hacían? ¿Se miraban sin hablar? No sentía el balanceo del mecedor donde ella estaba sentada. El teniente, lo recordaba con claridad, debería estar en el canapé de espaldar alto, distante del mecedor. Aguzó el oído y no habria sentido ni siquiera el fru-frú del vestido si ella hubiera caminado hacia algún lado. ¿Estarían callados en silencio, mirándose? ¿O tal vez haciéndose señas en el código secreto de los amantes? ¿Tal vez rozándose las manos?
El general sacó la espada y bajó las escaleras en puntillas.
Encontró en la sala a su esposa y al joven parados y mirándose. La mesa de centro traída de Florencia los separaba. Podía ser tomado como una despedida intempestiva o también cómo un levantarse de su señora por una frase mal dicha y mal recibida. Ambos, lo advirtió, estaban pálidos. Ella, además, tenía los ojos húmedos.
—¿Te ha faltado el respeto? —preguntó el general a su mujer.
Ella no respondió sino que palideció más.
El general Cipriano Manjarrés, jefe del Ejército del Norte, y vencedor en la batalla de Carazúa, avanzó sobre el joven y tembloroso teniente y le propinó dos sonoras bofetadas.
“Arreglemos esto de una vez”, agregó, mientras desenvainaba su invicta y famosa espada e invitaba al teniente a que se defendiera.

Los criados que vinieron en tropel a la sala al oír el ruido aún discuten sobre cuáles fueron las palabras antes de empezar el lance, pero en lo que todos están de acuerdo es que hasta el último momento se veía al general como el vencedor. No en balde era el mejor espadachín del ejército. Algo pasó, sin embargo, cuando rozaron a doña Josefina, que miraba desde un rincón envuelta en las cortinas. Fue un descuido, un imprevisto, o una mirada a su esposa con un “después arreglaremos esto” del general, el hecho es que la espada del joven, en ese instante, lo atravesó en forma mortal.

En la cocina donde se reúne todo el personal de la casa y mientras se oyen resonar pasos nerviosos en la madera de la habitación de arriba, Clotilde piensa sobre cómo la señora alterada por los nervios no pudo ir al funeral del general, sobre cómo al joven teniente no se le castigó porque se defendió en un lance de honor, pero se le envió a combatir a una guerrilla liberal irreductible. Allí pereció en un combate cuerpo a cuerpo, aunque otras voces decían que había muerto de un disparo en la espalda. Ahora la viuda se había sepultado en vida. Nunca salía de la casa y sólo algunos transeúntes alcanzaban a ver su rostro triste mirando desde la ventana del balcón los arreboles del crepúsculo en el cercano mar.

El joven teniente —dice a los criados que se agrupan para oírla— llegó en forma muy tímida y se sonrojó cuando el general dándole golpecitos amistosos lo felicitó por la conquista que había hecho de la más bella bailarina de Can-can de la compañía del italiano Azzali.

Cuando el general subió a afeitarse, su mujer, en silencio y sin mirar al joven teniente, le había ofrecido café. La tasa se movía por el temblor en las manos de la dama. Después rodó el mecedor a mayor distancia del canapé en que estaba sentado el joven. No se hablaron; más aún, no le contestaron cuando Clotilde preguntó si deseaban algo más. En un momento, el joven se levantó, la mujer también y se miraron sin cruzar palabra. Fue entonces cuando llegó el general y se dio el drama.

Clotilde con voz temblorosa termina con un “y no tengo más nada que añadir”, mientras un silencio pesado se cierne a su alrededor. 


Ramón Illán Bacca
Santa Marta, 1938

Nació en Santa Marta en 1938. Estudió en el Seminario de esta ciudad y es Bachiller del Liceo Celedón. Es Abogado de la Universidad Libre y fue Abogado de Baldíos en el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA). Desempeñó los cargos de Juez Municipal en Fonseca, El Piñón y Remolino y de Secretario Privado del Gobernador del Departamento del Magdalena. En el ejercicio profesional independiente ha sido abogado litigante. En la actualidad es profesor de la Universidad del Norte.

Ha recibido los siguientes galardones literarios: Primer Premio III Concurso de Cuento del Instituto de Cultura del Magdalena (1979); Primer Premio Concurso de Cuento Regional Diario del Caribe (1981); Primer Premio Tercer Concurso Nacional de Novela Cámara de Comercio de Medellín (1995); Premio Simón Bolívar de Periodismo Cultural (2004).

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