La Voluntad de Nanana

Por Paul Brito
Como siempre, la sirena del último autobús intermunicipal le indicó a Nanana la hora de acostarse.

-Me despido porque ya mañana me muero -le dijo a Sonia, levantándose de la mecedora-. Avísales a todos y recojan todas las cosas de valor, pues unos vienen a ver al muerto y otros vienen a robar.

La familia quedó aturdida. Nanana había llegado a los 108 años lúcida, sin un solo desvarío; era imposible que de un momento a otro se le hubiera estropeado el cerebro; al contrario, pensamos que había llegado a la cúspide de la lucidez.

Comenzaron a hacer los preparativos para el entierro. El tío Eustaquio no dudó un segundo de la sentencia de su abuela; despejó de una vez la sala de la casa para la velación. A la mañana siguiente durmió un par de horas más de lo acostumbrado preparándose para lo que le esperaba.

Ninguno se extrañó de que Nanana siguiera con el tema desde que se levantó.

-Bueno, Sonia, báñame desde temprano, empólvame bien y ponme el vestido de florecitas moradas, que esta se muere hoy -dijo y enseguida, para evitar objeciones: -¡A esta edad uno tiene derecho a morirse cuando le dé la gana!

Después, se colocó frente al espejo, se peinó con esmero y le pidió a Sonia los últimos arreglos.

-No todos los días uno se muere -explicó.

Al rato se encontraba en el patio, como de costumbre, cogiendo fresco en su mecedora, recogiendo mangos y deshilachándolos. Comía tantos que terminaba vomitándolos.

A los biznietos nos bañaron también desde temprano y nos alistaron la pinta del domingo. Ignacio fue el único bobo que replicó que no era domingo.

-Cualquier día que quiera morirse Nanana -alegó su mamá- ¡merece ser domingo!

Ni aun así entendió Ignacio:

-¿Y entonces qué me voy a poner mañana?

-Mañana te voy a sacar en cuero -le espetó la mamá-, ¡para que no seas tan pendejo!

La noticia anticipada de la muerte se regó y comenzó a sonar el teléfono. Familiares, conocidos y chismosos preguntaban lo mismo: que si ya se había muerto. Llamaban a cada rato y volvían a llamar después: "¿Ya se murió la abuela? ¿Ya se murió?". A mí me habían puesto a contestar; de tanto decir lo mismo, comencé a desesperarme y a desear que se muriera de una vez por todas. A la llamada 24 no aguanté más.

-¿Por qué no vas a ver si ya se murió la tuya? -le solté a un curioso.

Nanana escuchó y se acercó:

-Ven, es más práctico si yo misma contesto.

Y me quitó el teléfono. Comenzó a contestar con ternura: "No, m'hijo, todavía no me he muerto. No debe faltar mucho, tranquilo. Llama un poco más tarde, de pronto ya no esté al teléfono...". Pero, al poco tiempo también se desesperó:

-¡Me muero cuando me dé la puerca gana!

Y terminó desconectando el teléfono.

-Ya una no puede ni morirse tranquila -dijo y volvió a su mecedora.

Pero, entonces, fue peor porque comenzaron a llegar para preguntar personalmente. Yo fui otra vez el encargado de abrir. Algunos no se contentaban con mi respuesta negativa y me pedían que fuera a ver si de pronto acababa de morir. Me tocaba entonces ir hasta el patio y revisar. Pero como Nanana a veces se quedaba dormitando, me tocaba poner mi mano en su pecho; su corazón todavía sonaba como un bafle.

Cuando eran familiares, pasaban directamente a revisar; si estaba despierta, se quedaban hablando un rato con ella, pero tratando prudentemente de no demorarse para no coincidir con el momento final. Se despedían cariñosamente, deseándole un feliz viaje; algunos le pedían que intercediera por ellos tanto para algún perdón divino como para algún milagrito. Escuché, por ejemplo, al primo Humberto preguntándole en qué número iba a salir la lotería; que si no sabía, se lo dijera después de muerta, "en sueños, si es posible, para no asustarme tanto". A la prima Sor Anastasia, así la llamaban en secreto mi mamá y mis tías, la escuché rogándole por un buen maridito, como si Nanana ya perteneciera a la élite del Cielo. A la prima Remedios, la 'Tremenda', la oí lloriqueando hipócritamente, haciendo el más afectado teatro y diciendo que estaba arrepentida de todos sus pecados.

Después de que Remedios se fue, Nanana me llamó y me dijo que no dejara pasar a más nadie. "Nada más a la Muerte", me advirtió.

-Voy a tener que comenzar a cobrar mis favores celestiales -dijo- ¡y a tener que morirme otro día para poder atenderlos a todos!

Yo me acerqué a ella en secreto y también le pedí mi favorcito: que apenas llegara al Cielo me diera alguna razón de Plutín, mi perro, muerto hacía tres meses, luego de mordisquear un sapo.

-¡Qué Plutín ni qué nada, los únicos perros que van al cielo son los hombres! -me respondió-. Ahora déjame sola para ver si por fin me concentro en la muerte.

De pronto esas palabras me hicieron caer en la cuenta de que ya Nanana no iba a estar más con nosotros y me imaginé los días que vendrían mirando aquella mecedora vacía balancearse por la brisa. Me imaginé los mangos regados por el patio, maduros e intactos, y el silencio insoportable de las tardes sin su voz dulce y oxidada; el aburrido albedrío sin su presencia amenazadora aunque tierna e inocua.

Me dediqué a dibujar. Nanana era la única que les prestaba atención a mis dibujos y quise regalarle el último. La dibujé con alas alzada en el aire sobre su mecedora y con aquella sonrisa suya permeable y sincera, aunque con el cuerpo desnudo de una muñeca Barbie; la había esbozado primero con su propio cuerpo, pero se veía tétrica: parecía un murciélago.

-¡Eso que dibujaste es un sacrilegio! -dijo al ver el dibujo-. Pero de todas maneras, gracias -Y me dio un beso.

Me fui a jugar con mis primos; dejé a Ignacio cuidando la puerta. Le dije que no dejara pasar a nadie, "nada más a la Muerte", parodié a Nanana. Me preguntó cómo era la tal Muerte.

-Tiene el cuerpo de una Barbie y la cara de una vieja -se me ocurrió decirle.

Mis primos y yo agarramos las hondas y nos fuimos al monte a cazar pajaritos. Cuando volví, Nanana todavía seguía viva; Ignacio por primera vez dijo algo acertado: que no había llegado la señora Muerte.

También me dijo que algunos familiares y conocidos -yo los había atendido ya varias veces- habían perdido la paciencia y le habían reclamado a Nanana que hubiese sido más exacta, "para no tenernos en esta incertidumbre", dijeron. El primero fue el tío Eustaquio, quien advirtió haber pagado ya el cajón.

-Agradezcan que, al menos, les doy el día -se quejó Nanana-. ¡Otra no le da ni el año! Además, ¿cuál es el desespero?, tengo 108 años: ¿qué tanto son unas horas más?

Yo había traído el producto de mi caza en una bolsa plástica. La había dejado olvidada al lado de la mecedora para sentirle el pecho a Nanana. Cuando se desperezó, encontró la bolsa de cadáveres al pie de la mecedora.

-¿Hasta dónde han llegado? -opinó rabiosa-. ¡A ponerme porquerías y brujerías para acelerar mi muerte!

Y le dio una patada tan fuerte a la bolsa que casi se cae. Un pajarito muerto quedó tirado afuera; lo cogió, atravesó la sala despejada para el cajón, abrió la puerta de la calle y lo lanzó gritando:

-¡Jódanse, ahora no me muero!

Tomado de El Tiempo 23-12-2010

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