La mujer de los cuatro elementos
Fernando Denis
El fuego vive de la muerte del aire
y el aire de la muerte del fuego; el agua
vive de la muerte de la tierra, y la tierra
de la muerte del
agua.
Heráclito
Atrio
Enciendo el fósforo que me guía en los
laberintos del lenguaje, sigo su pábilo, la luz que al final habrá de fundirse
con mis dedos, con mis palabras. Soy el centinela de estos parajes. Entro en el
poema y hago mi ronda hasta que amanece. Vigilo las cuatro puertas. La mujer
que sueña en las murallas dice que soy un duende, que puedo llevar las palabras
en mis bolsillos como monedas; en vez de monedas siempre cargo versos de Virgilio.
Entro
en la noche, en sus símbolos, en la edad de la sombra y de la luz,
merodeo por sus orillas,
contemplo la belleza y el pavor de sus hogueras, voy tras la voz que bordea los acantilados,
ebrio, sonámbulo, pues la distracción prolonga el infinito, me detengo un
instante
en un pasaje de la biografía de la lluvia y trato de recordar
el
poema donde mueren todos los ríos.
Mueren los ríos, muere el tiempo, pero las palabras quedan
intactas, empañadas en el cristal. Heráclito llora en la falsa orilla: “¿Cómo
puede uno ponerse a salvo de aquello que jamás desaparece?” Por eso vivo dentro del lenguaje. Tiendo mi
carpa dentro de una palabra, en sus bosques preñados de fábulas, de ruiseñores,
y como el viejo Eliot, leo casi toda la noche y bajo al sur en invierno.
Soy
testigo de la mujer que hace diamantes con las palabras, que inventa con cada
sílaba los collares que llevan en sus cuellos los fantasmas, los dioses, las
doncellas de los cuentos de hadas. He sucumbido a su canto. Las mariposas del
recuerdo me intranquilizan, quisiera ignorar su esbelta desnudez bajo el agua
del Caribe, donde he visto la geografía del lenguaje, la sensual, la terrible,
la exacta erudición de los sentidos, la embriaguez absoluta que aún ignora el
tacto, la cadencia de los hombres.
No
sé si la he soñado, no sé si ella es la
que sueña que yo la cuido desde que aprendí el idioma de las tribus del aire.
Cada
gesto suyo borra el universo, lo distrae. No es el amor, es algo anterior al
amor, anterior a la mujer, su sueño antes de volverse carne, antes de volverse
sal, antes de volverse piedra. Es su palabra ingrávida anterior al deseo de
volverse cuerpo, labios, cabellos.
Soy
el centinela. Desde hace algunas noches vigilo estos laberintos que compró esa
mujer con las monedas que durante años iba recogiendo en las fuentes.
F.D.
Primera parte
La
mujer del fuego
Y mi nombre se confundió con el nombre del
fuego
mientras cantaba con
oro en la voz
el griego reflejo que
Heráclito dejó en el agua.
Cambiando se descansa.
Heráclito
I
Estremecida
por la luz de los grabados de la noche,
por
su silencio, por la sed amorosa que crepita
en
sus selvas, en sus runas de fuego,
en
sus salamandras consternadas en mi sueño
de
niña,
he
bajado hoy a las murallas, hoy quiero hundir
mis
secretos en las arenas,
el
esplendor, el encanto y la música para quedar
desarmada,
arrojar al mar incesante esa belleza
antigua
que quema mi noche,
arrojar
mi última moneda.
II
Salí
de la noche, de su silencio, y a la noche pertenezco,
soy
hija del milagro de la noche
y
en su sombra irradian mis palabras.
Mi
silencio es la voz de otra mujer que me acompaña.
El
hechizo, el amor, la sed de esta hoguera
estremecen
mis horas, mi clepsidra,
soy
esa canción que al ocaso atraviesa los bosques
y
baja descalza hasta las murallas.
Detrás
de la piedra despierto a esta dulce maravilla,
al
misterio de la luz, de la sombra: en sus páginas
escribo,
detrás del silencio que me acompaña,
diluyo
mis delirios, esta agobiante soledad
que
arde en todas las orillas, en el papel,
en
mi cuerpo.
III
El
mar intuye en mi mano la soledad de los astros,
mi
tarot de adivina que barajan otras manos extrañas,
mi
horóscopo indescifrable, tímido, los
símbolos
de
este silencio anhelado por los arcanos,
y
ya tantas veces leído por los planetas,
por
las estrellas echando chispas
en
las constelaciones de mi sangre,
sus
bocas radiantes en la oscuridad me susurran
el
futuro.
IV
He
vertido con ansiedad dos milagros en la fuente
de
San Diego: mis ojos verdes que han visto
con
vehemencia los ocasos morir en esta esquina,
mis
ojos que han visto el incendio milagroso
en
las telas, en los grabados, que son gestos
de
este silencio,
y al llegar la noche intuyen las cenizas del
alba;
mis
ojos afiebrados que son dos lunas hambrientas,
ensimismados,
amasando el mito,
escrudiñando
en los pliegues, en las cadencias,
en
los umbrales de una historia que se repite
y
que no es la misma. Mis ojos diluidos en la tormenta
con
el verano enardecido de las ciénagas,
con
el azufre candente, mágico de las cumbres,
y
vago como una ola vestida con la túnica del color
de
las auroras de la Ilíada,
casi
imaginaria como una fábula,
y
desde mi zarza luminosa leo en las líneas de la mano
de
la noche.
V
El
mar me desvela, rasga en la negrura las cuerdas
de
sus maderas y sus metales,
sacude
las abigarradas lunas rojas del templo de agua:
veo
el balido del otoño descendiendo por sus escaleras,
rodando
por sus líquidos corredores, por la arena
fulgurante
de sus balcones y sus recámaras
manchando
del color de los labios de Medusa
el
mármol amarillo.
VI
Observo
el mar desde el ojo de un color de la llama,
desde
mi faro, leo y releo la maravillosa enredadera
de
sus hexámetros de agua,
la
morena escritura dormida en los papiros de sal,
en
papeles ajados por la luna que bajan como pájaros
hasta
el silencio de la llama, a cada gesto de mi oído,
y
subrayo esos versos antiguos con tizones
o
con carbón de las minas;
la
belleza helénica de sus estrofas salta hasta
mis
oídos y me hiere.
VII
Siento
las naves llenando de fiebre y de brillo
las
estatuas de esta ciudad de piedra,
los
molinos de viento de mi mente, la suave
embriaguez de mis sentidos, los bosques embrujados
del insomnio donde soy forastera,
y
con sueño en las manos, con hambre en los oídos,
con
la ebriedad de este silencio más fuerte que yo,
que
me obliga a arder en los bosques de la página,
tejo
los escombros de un sol que se agita en mi pecho,
tejo
en los umbrales la madeja de esta poderosa
luz
que me promete el infinito.
El
mar es un milagro.
Al igual que el fuego, el mar tiene vida propia.
¿Cómo
colmar la ansiedad, la sed de deshacerme
y
renacer en una palabra y arder de nuevo?
Vine
a hablarte del fuego y traigo una llama en mis labios.
Tomado de Revista Letras No. 6 Octubre-noviembre 2012
Otros poemas de Fernando Denis: http://libertaletra.blogspot.com/2011/02/fernando-denis.html
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