Gilberto García Mercado


EL ERMITAÑO
(Cuento)
Por Gilberto García M

“Otra vez despierto. Las ruinas de Flor del Valle están untadas de mí. O puede ser lo contrario. Pero aquí estoy de nuevo. Allá, donde las hierbas han invadido las casas en ruinas, ahí estoy yo. He perdido la noción del tiempo. El día y la noche pasan con una sucesión inalterable. No sé qué día es hoy. Ni en qué mes estamos. Han pasado tantos años que el cabello, la barba, y el bigote se arrastra por el suelo. Mi piel está pálida y débil. Y camino paso a paso, como los ancianos. No sé por qué no me he marchado de aquí. Mi alma se ha acostumbrado a la soledad y a las ruinas. Soy un bicho que vive en la oscuridad. Y que le tiene miedo al sol y al  frío que bajan de la sierra. Cuando los guerrilleros llegaron al pueblo, yo venía de Valparaíso. Así que alcancé a ver la explosión en la oscuridad. Y mil veces le di las gracias a Dios porque yo no alcanzara al sordomudo que iba en bicicleta, raudo, para Flor del Valle. Yo le grité y hasta le lancé una piedra cuando veía que él ya iba por la curva y sabía que no lo iba a alcanzar jamás. “Jacinto”, le grité.

Anduve a pie toda la noche. Y aunque me envolvía la oscuridad, por momentos la luna iluminaba todo el camino. Me sentía feliz recibiendo las brisas estivales.  Y desafié a todos los demonios. Cuando sentí las explosiones y las ráfagas de la metralla, algo bruscamente se desprendió de mí. Pensé en Rosalba a quien le había prometido fidelidad horas antes de que me marchara en bicicleta para Valparaíso. Y un presentimiento, agudo como la noche, poco a poco se fue refugiando en mí. Entonces cada ráfaga o explosión que escuchaba le ponía alas a mis pies. En mi loca carrera tropezaba con arbustos y hierbas—a veces caía y me golpeaba terriblemente—pero me levantaba con nuevos bríos, como un condenado a muerte busca su salvación. No sé cómo llegué a contemplar, con una impotencia tal, el dantesco espectáculo. Aquellos como el teniente de la policía, que pedía a gritos—en unas escenas desgarradoras—que “dios mío, ayúdenme”, eran rematados sin clemencia alguna por parte de la guerrilla. Así vi cómo don Euclides Miranda—a quien le debíamos tanto, y que en la agonía de la muerte había corrido desesperado en un intento por sofocar el incendio, que consumía sus propiedades, y aquel camión y aquella planta obsoleta que eran su orgullo, y que tanto había servido a Flor del Valle—vino a morir acribillado por uno de los tantos desalmados de la subversión.

Son imágenes que se repiten. Lentas, borrosas pero que atormentan el espíritu. Fue como una magia de Navidad. Como quemar juegos pirotécnicos. Así ardió Flor del Valle. He luchado todos estos años por sacar esos recuerdos de la mente. Pero cuando digo que voy a marchar—y me miro en el espejo de la acequia—cuando digo que iré de ruina en ruina, de casa en casa, de este pueblo fantasma, sólo para buscar unas tijeras oxidadas, y cortar toda esta pelambre, entonces aparece Rosalba con su carita angelical diciéndome—con un hilillo de sangre en las comisuras de sus labios— “por favor, amor. No me abandones”. Entonces agarro la vieja bicicleta que se averió la noche infernal en Valparaíso, monto en ella, pedaleo con más fuerza, y recorro el pueblo fantasma dándole mis saludos a don Euclides Miranda, y uno que otro beso para Rosalba Tres Palacios.

Ha sido una tortura todos estos años. He visto cómo se termina de caer toda Flor del Valle. Despacito. Piedra a piedra. Como si un Dios colérico odiara las ruinas. Y estuviera confabulado contra la permanencia de estas en el tiempo. Hoy la maleza, el polvo y el olvido, se han adueñado del pueblo. ¿Qué pueblo? Divago, porque Flor del Valle ha muerto. Al principio la Flor se mantuvo altiva. Y mantuve las esperanzas de hallar a Rosalba Tres Palacios viva. Me dije: “hay que perpetuar la especie. Flor del Valle no puede morir así”. Entonces apartaba los escombros de su casa. Y como no la encontrara me alegré. “Se la llevaron los guerrilleros”, pensé. No todo estaba perdido, porque Rosalba Tres Palacios engendraría nuevos hijos. No importaba que los concibiera con un guerrillero, o con un hombre bueno. Lo importante sería eso: que preservara la especie. Algún día su hijo vendría a rescatarnos del olvido. Vendría montado en un caballo blanco. Azotaría los cuatro puntos cardinales. Y soplaría fuerte… Y ¡zas¡ el pueblo emergería de entre sus ruinas. Altivo, buen pueblo. Buena gente. Yo quise mucho a Rosalba Tres Palacios. La quise para tener hijos. Para que los hijos de nuestros hijos y de todas las gentes que vivían aquí, continuaran con el legado: Ser una raza nueva y pura dentro de esta violencia que socava el país. Y de la cual fuimos unas víctimas inocentes. Porque nosotros no tuvimos la culpa. Nosotros jamás alzamos la voz para denigrar las actuaciones de la guerrilla. Y si ellos se habían instalado en El Guayabo, pues eso nos tenía sin cuidado. ¿Por qué una población distanciada del mundo—que no albergaba resentimientos ni envidias, ni pretendía exigir la mayor atención de un Gobierno que nunca conocimos, fatuo, mentiroso—podía terminar así? Era  una pregunta que quedaba sin respuesta.

Y pasaban los años —o los días, pues había perdido la noción del tiempo—esperando ese hijo de Rosalba Tres Palacios y el guerrillero. Pero los días llegaban parsimoniosos, entre el tedio ocasionado por la soledad del pueblo, y el cuchillo del no saber el  por qué su esperado hijo no llegaba. Entonces el corazón se fue secando. Se volvió de piedra, y me convertí en un ser extraño. A veces despertaba de madrugada, y me iba hasta la casa de la muchacha, y me extasiaba contemplando su fantasma. Allí estaba ella demacrada, lívida, pero tremendamente enojada. “No quiero saber nada de ti”, me decía exaltada, “Tu dolor no me deja descansar en paz”. Entonces fue cuando comprendí, después de reflexionar y darle vueltas en la cabeza al problema, que ella tenía razón. Tenía que luchar por olvidarla. Por eso cuando irrumpí en su casa en ruinas, y le dije que, “me marcho definitivamente de aquí”, no atendí a sus súplicas. “Por favor, amor. No me abandones”, me dijo. Pude quedarme en ese sitio todo este tiempo. Y vivir lleno de sus recuerdos. Pero entonces más lívida y demacrada la vi, y fue entonces cuando comprendí que ella estaba triste, y verdaderamente muerta. Jamás volví a las ruinas de su casa. Jamás volví a tropezarme con su fantasma. Y me olvidé de Rosalba Tres Palacios.

¿Qué me queda por hacer ahora? ¿Marcharme a la ciudad y buscar una mujer con quién perpetuar la raza? ¿Me quedan energías todavía? No sé. Vivir esta vida silenciosa y oscura es como andarse peleando con Dios. Entonces parece que alguien en el instante me dijera que “no corras, que ese es tu destino”. Y en seguida, enojado, monto en la bicicleta, y me voy para el colegio. Quiero ver a la profesora Luisa, y yo y sus alumnos, siempre agarrados de su mano. Quiero ver las piernas bien torneadas de la profesora Nena Díaz. Observar al profesor Lucho Cuadro perseguir al loco Carlitos. Y a sus alumnas correr, espantadas, porque el loco les ha mostrado el sexo grande y erecto. Ah, qué tiempos aquellos. Si hasta veo a don Próspero Ballesteros cuando abría la tienda. Lo retrato soñoliento en el taburete recostado contra la pared. Pleno medio día y con un sol canicular. Y yo, comandando la pandilla de barrio Abajo, destapando despacito los frascos de los dulces, para entonces vaciarlos lentamente en nuestros bolsillos.

Las nostalgias, creo yo, no cesan nunca. El pueblo perdió los encantos de los alrededores. Ya ni la Manguita—con la bonanza de mangos en otros tiempos—presenta sus paisajes y riachuelos. (Nosotros no esperábamos el Apocalipsis humano que sería la guerrilla en Flor del Valle). Todo ahora luce triste, estéril. Hoy ya no veo el gesto noble de Kalimán, un perrito que alzando su patita se orinó los volantes en los que venía impresa la fotografía del Presidente llamando a los guerrilleros a la reconciliación. “Perro pendejo”, dijo don Camilo Ahumada, “Ahora no sabremos cómo se llama el Presidente”. Y golpeando la tierra con los pies, espantó el animal, mientras los volantes se deshacían por la humedad en sus manos. Fue entonces cuando vimos por primera vez los helicópteros artillados. (Desde ellos habían lanzado los volantes sobre el inexpugnable cielo de vegetación de Flor del Valle). El ruido despertó por completo a la población. Y al instante llegó un muchacho alarmando al pueblo, porque los guerrilleros se habían instalado en el Guayabo.

Mi casa está aquí, o en cualquier parte de este pueblo fantasma. Me alimento de los pocos frutos de la Manguita, o de algún animal que cae en las trampas que les tiendo. La vegetación se ha vuelto abrupta. Y ya las pocas vías de entrada que tenía Flor del Valle, están bloqueadas por las ruinas, las piedras y la vegetación que los años y el río y la acequia, han volcado sobre ellas. Camino con un tedio enorme. Acaso pienso que debo de tener ochenta años o acaso un siglo. No sé. Vivir así, aislado de todo el mundo, es como volver al principio de la civilización. A su estado natural. A veces, cuando los músculos no responden, por la permanencia de estos, en una sola posición, creo que ahora sí, “lentamente, me está llegando la muerte”. Pero entonces si me levanto, me piso la barba o el cabello, y me voy de bruces contra el suelo. De pronto he visto sombras. Imágenes. Me dicen que escape de aquí. Pero simulo ser un ciego entre esta mole de escombros y ruinas que taponan las salidas de Flor del Valle. Finjo, porque no quiero dejar los recuerdos. Son mi vida. Porque el día que salga de aquí estaré, irremediablemente, ahora sí, tristemente, totalmente y definitivamente, muerto ya, el último hijo de Flor del Valle.

Sé que oscilo entre el péndulo de la razón y la locura. Divago. La soledad me aterra. Quiero correr hacia otro mundo. Olvidarme de Flor del Valle. Ya me parece que traspaso las barreras, las ruinas. Voy a saltar los enormes fardos. No debo mirar hacia atrás. Aunque las hierbas y las espinas me hieran. Aunque las hormigas y las avispas me azoten en el camino. Ya estoy brincando el último fardo. No, no debo mirar hacia atrás. Pero miro, y desfallezco, y dejo de fingir. Amo mis recuerdos y regreso a Flor del Valle. Moriré con él. (Soy una estatua de sal)”.

Gilberto Garcia Mercado.  Nació el 5 de febrero de 1965 en Fundación (Magdalena) Colombia. Escritor autodidacta. Actualmente reside en Cartagena de Indias, Bolívar. Barrio Boston, sector El Pueblito. Calle de las Flores No. 44C-40. Tel. 6743584. Colombia.
Ha escrito en El Universal de Cartagena. Hoy Diario del Magdalena. Publicó en el 2000 el libro de cuentos “La otra cara de Eva”. Recogido por El Heraldo Revista Dominical. Ganador del Concurso Nacional de Cuentos del Caribe 1995. Segundo lugar en el Concurso Proyecto Editorial de la Secretaría de Educación y Cultura de Cartagena. Posee cuentos, artículos, crónicas y novelas inéditos.
Tomado de: Blog del autor

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