Jahel Peralta Mendoza
UN CADÁVER PARA LA CONVERGENCIA DEL OCASO
(Textos tomados de la Revista Letras, Volumen 1 - Número 3 - Año 1 - Enero de 2012)
Por: Jahel Peralta Mendoza
Por la tarde trajeron a Segundo
metido en una bolsa de plástico negro y lo tiraron en el centro del rancho,
como un trasto viejo. Los hombres que lo cargaron la única
explicación que dieron fue que lo encontraron con la cara cagada de
moscas azules en la guardarraya del potrero junto a la quebrada. A esa hora el
sol en el poniente reclinaba su angustia bermeja sobre los hombros de los
cerros verdinegros. El último bostezo de luz incendiaba los pastizales y los
cultivos de maíz que había sembrado el viejo Flavio antes de colgarse de la
rama del tamarindo del patio. A Segundo le decían así no porque fuera el
segundo, sino para no confundirlo con el papá del cual heredó su
gracia. Gertrudis había terminado de barrer el patio, encerrado las
gallinas, regado las macetas que colgaban del cobertizo, recogido la ropa
recién lavada de los tendederos y se disponía a sentarse a rumiar sus recuerdos
cuando los divisó que venían en fila india cargando su otra desgracia. A lo
lejos se escuchaba el canto agorero de la lechuza que anunciaba los presagios.
El bulto cayó de los hombros con un golpe seco de tronco hueco que levantó
el polvo del suelo. Venía ya cocido por la canícula de la hora en
que lo mataron a machetazos.
El cuerpo de Segundo estaba
amoratado por todas partes con signos de haber sido torturado. Estaba tieso
como estatua de yeso y con una palidez cianótica. Pero aún no hedía. Gertrudis
ñangotada, con las rodillas sembradas en el suelo, se abrazó al cadáver, lo
batuqueaba con desesperación a la vez que daba unos alaridos que
crucificaban la quietud de las aves silvestres recogidas en las ramas del
tamarindo. El dolor comenzó a despeñársele por las bolsas aguadas
que le colgaban debajo de los ojos. Otilia que a esa hora vigilaba
el sueño de los canarios en las jaulas, se sobresaltó al escuchar la bulla, el
chapoteo de los pies en el lodazal del camino y el estropicio de los
trabajadores de las fincas vecinas, que acudieron avisados por el llanto
de Gertrudis. Fueron llegando uno a uno con los zapatos embadurnados
de barro y boñiga de vaca. Cuando se asomó estaban en círculo
alrededor del cadáver. Las mujeres solícitas y apesadumbradas comenzaron a
arreglar la casa. Recogieron los corotos sucios y los lavaron en el fregadero,
ordenaron los trastos tirados por todas partes en un misterioso
reguero, colocaron las escobas detrás de las puertas, sacudieron la
mata de sábila, limpiaron la mesa y los taburetes, hasta darle forma al
velorio.
Alberto era el mayor, después le
seguía Segundo que también se llamaba Flavio como el papá y por
ultimo Otilia. Al primero que amenazaron fue a Alberto con la premisa de que si
no se les unía al grupo lo descalabraban a tiros. Entonces le dieron
veinticuatro horas para pensarlo y si huía, que se abstuviera a las
consecuencias. Al día siguiente, en la madrugada, sembró el talón en
el camino y fue a parar al batallón del ejército más cercano donde
se entregó como soldado voluntario. Seis meses después lo trajeron
en una urna envuelta en el Tricolor Nacional. Le habían apagado la
antorcha con un tiro de fusil sembrado en el centro del pecho, en
una emboscada de un grupo subversivo. Un oficial les comunicó que había muerto
como los héroes, defendiendo la soberanía del país. Les entregó una medalla al
mérito y un sobre con el millón de pesos con el que Flavio compró las cinco
vacas que ordeñaba todas las mañanas en el corral y que Gertrudis
nunca probó la leche aduciendo que le sabía a la sangre de su hijo.
Hasta el día en que Flavio los
sorprendió en el potrero embarcando las vacas en un camión y bajo amenaza se
las llevaron. Decepcionado regresó a la casa, acezando de la rabia,
abanicándose con el sombrero que traía en la mano. Agarró aire y maldijo su
suerte. “¡Malparidos, parranda de criminales¡” Y sin hacer ningún
comentario tomó un hico y lo colgó de la rama del tamarindo, donde lo encontró
Gertrudis con los ojos despepitados y la lengua mordida.
A Segundo lo enterraron en un
cajón de tablas rústicas y sin pulir, en el cementerio del pueblo, al lado de
Flavio y de Alberto. Gertrudis, después del sepelio, se devolvió para la
parcela, renqueando y quejándose de los dolores del cuerpo y del alma. Sola con
Otilia y sus catorce años. Los amigos que la acompañaron, se fueron con
sus sombreros girando entre las manos y sus zapatos mugres de boñiga
y de barro. Deshechas e ignoradas ante el verde triste del monte y
la penumbra de una casa desolada, sin alientos para luchar, las dos
mujeres se abandonaron a su suerte.
Antes del novenario, apareció el
propietario de la finca grande que colindaba con la parcela y les propuso
comprarles. Se bajó del campero con sus botas de domador y su cara de bandido
de película mexicana. Mejor vender antes que les ocurra algo peor, les dijo. De
aquí nos sacarán muertas –le contestó Gertrudis-. Si ya comenzaron terminen.
Primero le metieron candela a los pastizales, después a los cultivos de maíz y
de yuca y finalmente, amparados en las sombras, incendiaron la casa que
ardió con ellas adentro. De pura chiripa pudieron salir salvando
unas pocas pertenencias. No se dejaron repetir las amenazas y tomaron
rumbo por el camino hacia cualquier parte. Lo dejaron todo, hasta
los recuerdos de sus muertos, sin importarles que a la semana los lienzos
fueran corridos y donde estaba la casa se encontraba un enorme jagüey repleto
de pescados carnívoros que sabían a formol y a sarna.
Chancleteando el polvo del camino
llegaron a la ciudad y fueron a parar a los tugurios de los
desplazados, donde aprendieron a malvivir parapetadas en cobertizos forrados
con latones carcomidos por el óxido y techadas con plásticos.
Durmieron en el suelo pelado, a merced de las hormigas y las cucarachas que
compartían aquel muladar de deshechos. Se bañaron en charcas con gusarapos y se
alimentaron con la mierda podrida que se encontraban en las canecas de
desperdicios del mercado público. Allí Otilia terminó enrolada con
las muchachas del barrio, quienes le enseñaron sus malas costumbres.
La adiestraron en las artimañas del negocio del cuerpo. Parada en las
esquinas, debajo de los semáforos, pescó al primero que le propuso y se
embarcó con él. Por la tarde regresó con unos billetes arrugados, hediondos
a berrinche de motel de mala muerte, en cuyo colchón quedó gravada la costra
de su virginidad. Fue pasando de cliente en cliente hasta perder el
último rezago de su vergüenza y terminó tirándose el perro que sació
su lujuria hartándose en sus carnes. A los pocos días, comenzó a manarle de sus
partes íntimas una purulencia fétida, como si un animal se le hubiera podrido
en las entrañas y que la confinó a una cama en el hospital de caridad.
Gertrudis deambuló de un lado
para el otro sin que nadie le diera razón de la hija. Sin fuerzas
para continuar se acostó en una esquina donde la recogieron y la llevaron a una
casa de beneficencia, atendida por hermanas de la caridad donde le prodigaron
alimentos y medicinas hasta restablecerla y volverla a la vida.
-Señora Gertrudis –le comunicó la
monja-, en la puerta una joven pregunta por
usted.
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Jahel A. Peralta Mendoza (San Diego, Cesar, 1950) cursó estudios de filosofía y letras en la
Universidad Santo Tomás, seccional San Juan del cesar. Profesor de español y
literatura. Miembro activo del Café Literario Vargas Vila (San Diego, Cesar).
Ha publicado artículos sobre temas literarios en revistas y periódicos
regionales y nacionales. De igual forma
ha dictado conferencias la Feria
Internacional del Libro donde ha sido invitado por la Cámara del libro de
Bogotá por tres ocasiones. Invitado por el Banco de La República al tercer
encuentro de Escritores Costa Atlántica, efectuado en Cartagena en
Representación del departamento del cesar.
Obtuvo el primer puesto en el
concurso de Literatura del Cesar, modalidad cuento, en 1990, fue finalista en
1991 y segundo puesto en 1993. También fue finalista en el concurso de novela
Casa de las Américas en la Habana, Cuba, en 1993 y en el concurso de literatura
Costa Atlántica en 1995. En 1990 publicó la novela La Rebeldía de los mansos y
en el 2002 La piel del diablo. Textos suyos han hecho parte de las antologías
Nueve poetas cesarenses y tres canciones de Leandro (Lealón, 1989) y Antología
de cuentos de autores Cesarenses (Instituto de Cultura y Turismo del cesar,
1994).
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