EL PESO DE LA CARRETA
La lluvia de fuego que el sol emite castiga
su cuerpo sudoroso. Empuja resoplando la carreta donde carga su esperanza
desvaída. Los autos pasan rugiendo a su alrededor en una danza de muerte que él
aprendió de memoria hace algunos meses. No siente miedo; no es que sea
valiente, es que engavetó sus temores en lo más profundo de su alma. Algunos
conductores le lanzan improperios. No responde: solo empuja su carreta con el
terco afán de salir de la avenida cuando cambie el semáforo.
El semáforo cambia a verde. Él se apresura a
cruzar a la izquierda. Busca la calle más tranquila y de escaso tráfico. Se
detiene con su carreta bajo la sombra que proyecta un árbol en la acera.
Descansa. Disfruta de la suave brisa que golpea su rostro y mitiga su amargura.
El sol está ahí, a dos metros, esperándolo fuera de la silueta de sombra del
árbol bondadoso. Siente deseos de no seguir; añora su finca, su vida en el
campo. Siente nostalgias por su pasado, por su tierra. Aún recuerda los
amaneceres, oyendo desde la hamaca el mugir del ganado, el canto de los gallos
y el trinar de los pájaros en los frutales que poblaban su patio. Recordaba
cómo le llegaba desde la cocina el aroma del café que su mujer preparaba en el fogón de leña que él mismo había
fabricado (con la leña que él mismo había cortado). Cómo extraña su mundo.
Eran plenamente felices hasta que llegaron Ellos. Primero los guerrilleros,
diciéndoles que los iban a sacar de la pobreza, que ellos peleaban por el
pueblo. En sus discursos siempre hablaban de paz y justicia para todos y que
les darían la libertad.
De los pueblos y ciudades, llegaban
camionetas, camperos lujosos, en los que
llegaban los hacendados y comerciantes para hablar con el jefe de
cuadrilla. Regateaban como en sus
negocios, el valor de las extorsiones y vacunas y al calor de unos tragos de
whisky cerraban el trato, despidiéndose con abrazos y palmadas en las espaldas.
Después llegaron los otros. Los
paramilitares, “paracos” les decían, la palabra era más corta y les gustaba
porque les representaba bien;
peligrosos como los nidos de
avispas. Se comenzó el juego del gato y el ratón: los primeros perseguían a los
segundos y viceversa. Luego llegaron las mismas camionetas y camperos trayendo
a los mismos hacendados y comerciantes para que hicieran el mismo negocio. Con
ellos llegaron los políticos, y éstos más astutos negociaban sin dinero; pedían
respaldo y votos, señalaban a sus enemigos y comerciaban con la vida ajena y
los dineros del Estado.
Después llegó el ejército persiguiendo a la
guerrilla y a los “paracos”: eso decían. Terminaron siendo amigos de los
últimos y en conjunto perseguían a la guerrilla. A partir de ahí se complicó
todo, pues esos tres grupos terminaron persiguiendo a los campesinos que nada
tenían que ver en sus negocios. Empezaron las muertes selectivas, el terror y
el desplazamiento.
Resistió cuatro meses, hasta que le acusaron
de guerrillero y le quitaron el ganado; le dieron doce horas para abandonar la
zona; si no desalojaba lo matarían a él y a su familia. Sintió miedo e
impotencia, lloró con amargura mientras abrazaba a sus hijos y su mujer. Metió
la ropa que pudo en una bolsa y salieron por el monte, esquivando el camino en
una huída que aún no termina.
Hoy como todos los días se levantó de
madrugada. Ya no escucha el mugir del ganado, ni el canto del gallo, ni el
trinar de los pájaros. Ahora a sus oídos llega el rugir de las motos, el bramar
de los carros. En su pieza de cartón ya no huele el café que preparaba su
mujer. Ella tuvo que quedarse con sus familiares mientras él trata de labrarse
un nuevo destino en esta ciudad de mierda que odia con todas las fuerzas de su
ser.
Odia a la ciudad, por sus carros y sus motos
desbocadas. Por sus largas calles y avenidas llenas de un tráfico inhumano. Por
los policías que lo molestan en las calles. Por la indiferencia de sus gentes
ante el dolor ajeno. La odia por haber inventado en el pasado prócer y héroes
de mentira. La odia porque en el presente inventaron también muchos próceres
más, tantos que los nombres no les alcanzaron y tuvieron que numerarlos para
darles identidad. Los odia porque no sabe si esos nombres son un número, o
simplemente el inventario de sus muertos. La odia porque cobija en su seno a
los políticos que negociaron la vida de las gentes y los bienes del Estado.
El sol penetra la sombra donde descansa;
frunce el seño y decide proseguir su tarea. Empuja su carreta y grita con voz
ronca:
—Plátanos, papayas, aguacates, bananos.
Los
músculos de su espalda se tensan con el esfuerzo. Siente que su cansancio
aumenta. El pavimento reverbera la miseria de la calle y por los orificios de
las suelas de sus zapatos desflorados penetran los clavos ardientes de la
pobreza, con noticias de urgencias de dinero. Fija la vista en una casa modesta
y grita con más fuerzas:
—Plátanos, papayas, aguacates, bananos.
Se abre la puerta y por ella asoma una morena
de cuerpo esbelto que le sonríe, él sonríe también. Detiene la carreta: la mira
a los ojos y le llama con una inclinación de cabeza. Ella se acerca con un
caminar sensual; le provoca deliberadamente. Bajo la bata semitransparente que
viste se alcanza a notar unas curvas rotundas y la redondez de sus nalgas. Él
le señala los productos que lleva en la carreta, ofreciéndoselos. Ella inclina el busto para ver los plátanos y
por el escote deja ver las tetas macizas que lo tienen embrujado.
Ella toma un poco de cada producto, los
coloca en una bolsa, le sonríe y le dice:
—Esta noche te pago.
El solo sonríe y dice: —bueno.
Continúa su marcha bajo el sol. La carreta ahora
pesa menos y odia menos la ciudad.
Publicado en el libro La Noche de los mil arcoíris Primera edición Valledupar, Septiembre de 2018
ISBN No. 978-958-48-4722-5
Autor: Diógenes Armando Pino Ávila
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