Solo 12 horas para salvarlo

 Gabriel García Márquez
De Cuando era feliz e indocumentado
(Recopilación de crónicas y reportajes en Caracas)

 Este niño de 18 meses, condenado a muerte por la leve mordedura de un perro, sólo tenía un sábado de vida. La única droga que podía derogar la sentencia se hallaba a 5.000 kilómetros.


Había sido una mala tarde de sábado. El calor empezaba en Caracas. La avenida de Los Ilustres, descongestionada de ordinario, estaba imposible a causa de las cornetas de los automóviles, del estampido de las motonetas, de la reverberación del pavimento bajo el ardiente sol de febrero y de la multitud de mujeres con niños y perros que buscaban sin encontrarlo el fresco de la tarde. Una de ellas, que salió de su casa a las 3.30 con el propósito de dar un corto paseo, regresó contrariada un momento después. Esperaba dar a luz la semana próxima. A causa de su estado, del ruido y el calor, le dolía la cabeza. Su hijo mayor, 18 meses, que paseaba con ella, continuaba llorando porque un perro juguetón, pequeño y excesivamente confianzudo, le había dado un mordisco superficial en la mejilla derecha. Al anochecer le hicieron una cura de mercurio cromo. El niño comió normalmente y se fue a la cama de buen humor.
 En su apacible pent-house del edificio Emma, la señora Ana de Guillén supo esa misma noche que su perro había mordido un niño en la avenida Los Ilustres. Ella conocía muy bien a Tony, el animal que ella misma había criado y adiestrado y sabía que era afectuoso e inofensivo. No le dio importancia al incidente. El lunes cuando su marido regresó del trabajo, el perro le salió al encuentro. Con una agresividad insólita, en vez de mover la cola, le rasgó el pantalón. Alguien subió a decirle, en el curso de la semana, que Tony había tratado de morder un vecino en la escalera. La señora Guillen atribuyó al calor la conducta de su perro. Lo encerró en el dormitorio, durante el día, para evitar inconvenientes con los vecinos. El viernes, sin la menor provocación, el perro trató de morderla a ella. Antes de acostarse lo encerró en la cocina, mientras se le ocurría una solución mejor. El animal, rasguñando la puerta, lloró toda la noche. Pero cuando la muchacha de servicio entró a la cocina a la mañana siguiente, lo encontró blando y pacífico, con los dientes pelados y llenos de espuma. Estaba muerto.

 6 a.m. un perro muerto en la cocina

 El 1º de marzo fue un sábado más para la mayoría de los habitantes de Caracas. Pero para un grupo de personas que ni siquiera se conocían entre sí, que no sufren de la superstición del sábado, que despertaron aquella mañana con el propósito de cumplir una jornada ordinaria, en Caracas, Chicago, Maracaibo, Nueva York, y aún a 12.000 pies de altura, en un avión de carga que atravesaba el Caribe rumbo a Miami, aquella fecha había de ser una de las más agitadas, angustiosas e intensas. Los esposos Guillen, puestos de frente a la realidad por el descubrimiento de la sirvienta, se vistieron a la carrera y salieron a la calle sin desayunar. El marido fue hasta el abasto de la esquina, buscó apresuradamente en la guía telefónica y llamó al Instituto de Higiene, en la Ciudad Universitaria, donde, según había oído decir, se examina el cerebro de los perros muertos por causas desconocidas, para determinar si habían contraído la rabia. Era aún muy temprano. Un celador de voz soñolienta le respondió que nadie llegaría hasta las 7.30.
 La señora de Guillén debía recorrer un camino largo y complicado antes de llegar a su destino. En primer término necesitaba recordar, a esa hora, en la avenida Los Ilustres, donde empezaban a circular los buenos y laboriosos vecinos que nada tenían que ver con su angustia, quién le había dicho el sábado de la semana pasada que su perro había mordido a un niño. Antes de las 8, en un abasto, encontró una sirvienta portuguesa que creyó haber oído la historia del perro de una vecina suya. Era una pista falsa. Pero más tarde tuvo la información aproximada de que el niño mordido vivía muy cerca de la Iglesia de San Pedro, en Los Chaguaramos. A las 9 de la mañana, una camioneta de la cercana Unidad Sanitaria se llevó el cadáver del perro para examinarlo. A las 10, después de haber recorrido uno a uno los edificios más cercanos a la Iglesia de San Pedro, preguntando quién tenía noticia de un niño mordido por un perro, la señora de Guillen encontró otro indicio. Los albañiles italianos de un edificio en construcción, en la avenida Ciudad Universitaria, habían oído hablar de eso en el curso de la semana. La familia del niño vivía a 100 metros del lugar que la angustiada señora de Guillen había explorado centímetro a centímetro durante toda la mañana, edificio "Macuto", apartamento número 8. En la puerta había una tarjeta de una profesora de piano. Había que oprimir el botón del timbre a la derecha de la puerta y preguntarle a la sirvienta gallega por el señor Reverón.
 Carmelo Martín Reverón había salido aquel sábado, como todos los días, salvo el domingo, a las 7.35 de la mañana. En su Chevrolet azul claro, que estaciona en la puerta del edificio, se había dirigido a la esquina de Velázquez. Allí está situada la empresa de productos lácteos donde trabaja hace cuatro años. Reverón es un canario de 32 años que sorprende desde el primer momento por su espontaneidad y sus buenas maneras. No tenía ningún motivo de inquietud aquella mañana de sábado. Tenía una posición segura y la estimación de sus compañeros de trabajo. Se casó hace dos años. Su hijo mayor, Roberto, había cumplido los 18 meses en buena salud. El último miércoles, había experimentado una nueva satisfacción: su esposa había dado a luz una niña.
 En su calidad de delegado científico, Reverón pasa la mayor parte del tiempo en la calle, visitando a la clientela. Llega a los laboratorios a las 8 de la mañana, despacha los asuntos más urgentes, y no vuelve hasta el otro día, a la misma hora. Ese sábado, por ser sábado volvió al laboratorio, excepcionalmente, a las 11 de la mañana. Cinco minutos después lo llamaron por teléfono.
 Una voz que él no había escuchado jamás, pero que era la voz de una mujer angustiada, le transformó aquel día apacible, con cuatro palabras, en el sábado más desesperado de su vida. Era la señora de Guillen. El cerebro del perro había sido examinado y el que en ese instante el virus de la rabia había hecho resultado no admitía ninguna duda: positivo. El niño había sido mordido siete días antes. Eso quería decir progresos en su organismo. Había tenido tiempo de incubar. Con mayor razón en el caso de su hijo, pues la mordedura había sido en el lugar más peligroso: la cara.
 Reverón recuerda como una pesadilla los movimientos; que ejecutó desde el instante mismo en que colgó el teléfono. A las 11.35 el doctor Rodríguez Fuentes, del Centro Sanitario, examinó al niño, aplicó una vacuna antirrábica, pero no ofreció muchas esperanzas. La vacuna antirrábica, que se fabrica en Venezuela, y que sólo ha dado muy buenos resultados, empieza a actuar siete días después de aplicada. Existía el peligro de que, en las próximas 24 horas, el niño sucumbiera a la rabia, una enfermedad tan antigua como el género humano, pero contra la cual la ciencia no ha descubierto aún el remedio. El único recurso es la aplicación de morfina para apaciguar los terribles dolores, mientras llega la muerte.
 El doctor Rodríguez Fuentes fue explícito: la vacuna podría ser inútil. Quedaba el recurso de encontrar, antes de 24 horas, 3.000 unidades de Iperimune, un suero antirrábico fabricado en los Estados Unidos. A diferencia de la vacuna, el suero antirrábico empieza a actuar desde el momento de la primera aplicación. 3.000 unidades no ocupan más espacio ni pesan más que un paquete de cigarrillos. No tendrían por qué costar más de 30 bolívares. Pero la mayoría de las farmacias de Caracas que fueron consultadas, dieron la misma respuesta: "No hay". Incluso algunos médicos no tenían noticias del producto, a pesar de que apareció por primera vez en los catálogos de la casa productora en 1947. Reverón tenía 12 horas de plazo para salvar a su hijo. La medicina salvadora estaba a 5.000 Kms. de distancia, en los Estados Unidos, donde las oficinas se preparaban a cerrar hasta el lunes.

 12m. Víctor Saume da el S.O.S.

 El desenfadado Víctor Saume interrumpió el Show de las 12, en Radio Caracas-Televisión, para transmitir un mensaje urgente. "Se ruega —dijo— a la persona que tenga ampollas de suero antirrábico Iperimune, llamar urgentemente por teléfono. Se trata de salvar la vida de un niño de 18 meses". En ese mismo instante, un hermano de Carmelo Reverón transmitía un cable a su amigo Justo Gómez, en Maracaibo, pensando que alguna de las compañías petroleras podía disponer de la droga. Otro hermano se acordó de un amigo que vive en Nueva York —Mr. Robert Hester— y le envió un cable urgente, en inglés, a las 12.05 horas de Caracas. Mr. Robert Hester se disponía a abandonar la lúgubre atmósfera newyorkina invernal para pasar el week-end en los suburbios, invitado por una familia amiga. Cerraba la oficina cuando un empleado de la All American Cable le leyó por teléfono el cable que en ese instante había llegado de Caracas. La diferencia de media hora entre las dos ciudades favoreció aquella carrera contra el tiempo.
 Un televidente de La Guaira, que almorzaba frente a la televisión, saltó de la silla y se puso en contacto con un médico conocido. Dos minutos después pidió una comunicación con Radio Caracas y aquel mensaje provocó, en los próximos cinco minutos, cuatro telefonemas urgentes. Carmelo Reverón, que no tiene teléfono en su casa se había trasladad do con el niño al número 37 de la calle Lecuna, Country Club, donde vive uno de sus hermanos. Allí recibió, a las 12.32, el mensaje de La Guaira: de la Unidad Sanitaria da aquella ciudad informaban que tenían Iperimune. Una radiopatrulla del tránsito, que se presentó espontáneamente, lo condujo allí en 12 minutos, a través del tránsito abigarrado del mediodía, saltando semáforos a 100 kilómetros por hora. Fueron 12 minutos perdidos. Una parsimoniosa enfermera aletargada, frente al ventilador eléctrico, le informó que se trataba de un error involuntario.
 —Iperimune no tenemos —dijo—. Pero tenemos grandes cantidades de vacuna antirrábica.
 Esa fue la única respuesta concreta que ocasionó el mensaje por la T.V. Era increíble que en Venezuela no s encontrara suero antirrábico. Un caso como el del niño Reverón, cuyas horas estaban contadas, podía ocurrir en cualquier momento. Las estadísticas demuestran que todos los años se registran casos de personas que mueren a consecuencia de mordeduras de perros rabiosos. De 1950 a 1952, más de 5.000 perros mordieron 8.000 habitantes de Caracas. De 2.000 puestos en observación, 500 estaban contaminados. En esos 2 años, 20 venezolanos murieron contaminados por las mordeduras.
 En los últimos meses, las autoridades de higiene, inquietas por la frecuencia de los casos de rabia, han intensificado las campañas de vacunación. Oficialmente, se están haciendo 500 tratamientos por mes. El doctor Briceño Rossi, director del Instituto de Higiene y autoridad internacional en la materia, hace someter a una rigurosa observación de 14 días a los perros sospechosos. Un 10% resulta contaminado. En Europa y los Estados Unidos, los perros, como los automóviles, necesitan una licencia. Se les vacuna contra la rabia y se les cuelga del cuello una placa de aluminio donde está grabada la fecha en que caduca su inmunidad. En Caracas, a pesar de los esfuerzos del doctor Briceño Rossi, no existe una reglamentación en ese sentido. Los perros vagabundos se pelean en la calle y se transmiten un virus que luego transmiten a los humanos. Era increíble que en esas circunstancias no se encontrara suero antirrábico en las farmacias y que Reverón hubiera tenido que recurrir a la solidaridad de personas que ni siquiera conocía, que ni siquiera conoce aún, para salvar a su hijo.

 "El lunes será demasiado tarde"

 Justo Gómez, de Maracaibo, recibió el cable casi al mismo tiempo que Mr. Hester en Nueva York. Sólo un miembro de la familia Reverón almorzó tranquilo aquel día: el niño. Hasta ese momento gozaba de una salud aparentemente perfecta. En la clínica, su madre no tenía la menor sospecha de lo que estaba ocurriendo. Pero se inquietó a la hora de las visitas ordinarias, porque su marido no llegó. Una hora después, uno de sus cuñados, aparentando una tranquilidad que no tenía, fue a decirle que Carmelo Reverón iría más tarde.
 Seis llamadas telefónicas pusieron a Justo Gómez, en Maracaibo, sobre la pista de la droga. Una compañía petrolera, que hace un mes se vio precisada a traer Iperimune de los Estados Unidos para uno de sus empleados, tenía 1.000 unidades. Era una dosis insuficiente. El suero se administra de acuerdo con el peso de la persona y la gravedad del caso. Para un niño de 40 libras, bastan 1.000 unidades, veinticuatro horas después de la mordedura. Pero el niño Reverón, que pesa 35, había sido mordido siete días antes, y no en una pierna sino en la cara. El médico creía necesario aplicar 3.000 unidades. En circunstancias normales, esa es la dosis para un adulto de 120 libras. Pero no era el momento de rechazar 1.000 unidades, cedidas gratuitamente por la compañía petrolera, sino de hacerlas llegar, en el término de la distancia, a Caracas. A la 1.45 de la tarde, Justo Gómez comunicó por teléfono que se trasladaba al aeródromo de Grano de Oro, Maracaibo, para enviar la ampolla. Uno de los hermanos de Reverón se informó de los aviones que llegarían en esa tarde a Maiquetía y supo que a las 5.10 aterrizaba un avión L-47 procedente de Maracaibo. Justo Gómez, a 80 kilómetros por hora, fue al aeródromo, buscó alguna persona conocida que viniera a Caracas, pero no la encontró. Como había puesto en el avión y no se podía perder un minuto, compró un pasaje en el aeródromo y se vino a traerla personalmente.
 En Nueva York, Mr. Hester no cerró la oficina. Canceló el week-end, solicitó una comunicación telefónica con la primera autoridad en la materia de los Estados Unidos, en Chicago, y recogió toda la información necesaria sobre el Iperimune. Tampoco allí era fácil conseguir el suero. En los Estados Unidos, debido al control de las autoridades sobre los perros, la rabia está en vías de desaparición total. Hace muchos años que no se registra un caso de rabia en seres humanos. En el último año, sólo se registraron 20 casos de animales rabiosos en todo el territorio, y precisamente en dos de los Estados de la periferia, en la frontera mexicana: Texas y Arizona. Por ser una droga que no se vende, las farmacias no la almacenan. Puede encontrarse en los laboratorios que producen el suero. Pero los laboratorios que producen el suero habían cerrado a las 12. Desde Chicago, en una nueva llamada telefónica le dijeron a Mr. Hester dónde podía encontrar Iperimune en Nueva York. Consiguió 3.000 unidades, pero el avión directo a Caracas había salido un cuarto de hora antes. El próximo vuelo regular —Delta, 751— saldría en la noche del domingo y no llegaría a Maiquetía sino el lunes. Con todo, Mr. Hester envió las vacunas al cuidado del capitán y puso un cable urgente a Reverón, con todos los detalles incluso el número de teléfono del Delta en Caracas —55.84.88— para que se pusiera en contacto con sus agentes y recibiera la droga en Maiquetía, al amanecer del lunes. Pero entonces podía ser demasiado tarde.
 Carmelo Reverón había perdido dos horas preciosas, cuando entró, jadeante, a las oficinas de la Pan American, en la avenida Urdaneta. Lo atendió el empleado de turno en la sección de pasajes, Carlos Llorente. Eran las 2.35. Cuando supo de qué se trataba, Llorente tomó el caso como cosa propia, y se hizo el firme propósito de traer los sueros, desde Miami o Nueva York, en menos de 12 horas. Consultó los itinerarios. Expuso el caso al gerente de tráfico de la compañía, Mr. Roger Jarman, quien hacía la siesta en su residencia y pensaba bajar a las 4 a La Guaira. También Mr. Jarman tomó el problema como cosa propia, consultó por teléfono al médico de la PAA en Caracas, el doctor Herbig —avenida Caurimare, Colinas de Bello Monte— y en una conversación de 3 minutos aprendió todo lo que se puede saber sobre Iperimune. El doctor Herbig, un típico médico europeo, que se entiende en alemán con sus secretarias, estaba precisamente preocupado por el problema de la rabia en Caracas antes de conocer el caso del niño Reverón. El mes pasado atendió dos casos de personas mordidas por animales. Hace 15 días, un perro murió en la puerta de su consultorio. El doctor Herbig lo examinó, por pura curiosidad científica, y no le cupo la menor duda de que había muerto de rabia.
 Mr. Jarman se comunicó por teléfono con Carlos Llorente y le dijo: "Agote todos los recursos para hacer venir los sueros". Esa era la orden que Llorente esperaba. Por un canal especial, reservado a los aviones en peligro, transmitió a las 2.50, un cable a Miami, Nueva York y Maiquetía. Llorente lo hizo con un perfecto conocimiento de los itinerarios. Todas las noches, salvo los domingos, sale de Miami hacia Caracas un avión de carga, que llega a Mai-quetía a las 4.50 de la madrugada del día siguiente. Es el vuelo 399. Tres veces por semana —lunes, jueves y sábado— sale de Nueva York el vuelo 207, que llega a Caracas al día siguiente, a las 6.30. Tanto en Miami como en Nueva York disponían de 6 horas para encontrar el suero. Se informó a Maiquetía para que allí estuvieran pendientes de la operación. Todos los empleados de Pan American recibieron la orden de permanecer alerta a los mensajes que llegaran esa tarde de Nueva York y Miami. Un avión de carga, que volaba hacia los Estados Unidos, captó el mensaje a 12.000 pies de altura y lo retransmitió a todos los aeródromos del Caribe. Completamente seguro de sí mismo, Carlos Llorente, que estaría de turno hasta las 4 de la tarde, mandó a Reverón a su casa con una sola instrucción:
 —Llámeme a las 10.30 al teléfono 71.87.50. Es el teléfono de mi casa.
 En Miami, R.H. Steward, el empleado de turno en la sección de pasajes, recibió casi instantáneamente el mensaje de Caracas, por los teletipos de la oficina. Llamó por teléfono, a su casa, al doctor Martín Mangels, director-niédico de la División Latinoamericana de la compañía, pero debió hacer dos llamadas más antes de localizarlo. El doctor Mangels se hizo cargo del caso. En Nueva York, 10 minutos después de recibir el mensaje encontraron una ampolla de 1.000 unidades, pero a las 8.35 habían perdido las esperanzas de encontrar el resto. El doctor Mangels, en Miami, casi agotados los últimos recursos, se dirigió al Hospital Jackson Memorial, que se comunicó inmediatamente con todos los hospitales de la región. A las 7 de la noche, el doctor Mangels, esperando en su casa, no había recibido ninguna respuesta del Hospital Jackson. El vuelo 339 salía dentro de dos horas y media. El aeródromo estaba a 20 minutos.

 Ultimo minuto: Grado y medio de fiebre

 Carlos Llorente, un venezolano de 28 años, soltero, entregó el turno a Rafael Carrillo, a las 4, y le dejó instrucciones precisas sobre lo que tenía que hacer en caso de que llegaran los cables de los Estados Unidos. Llevó a lavar su automóvil modelo 55, verde y negro, pensando que a esa hora, en Nueva York y Miami, todo un sistema estaba en movimiento para salvar al niño Reverón. Desde la bomba donde lavaban el automóvil, llamó por teléfono a Carrillo y éste le dijo que aún no había llegado ninguna noticia. Llorente empezó a preocuparse. Se dirigió a su casa, avenida La Floresta, La Florida, donde vive con sus padres y comió sin apetito, pensando que dentro de pocas horas Reverón llamaría por teléfono y no tendría ninguna respuesta. Pero a las 8.35, Carrillo lo llamó desde la oficina para leerle un cable que acababa de llegar de Nueva York: en el vuelo 207, que llegaría a Maiquetía el domingo a las 6.30 de la mañana, venían 1.000 unidades de Iperimune. A esa hora, un hermano de Reverón había recibido a Justo Gómez, que se bajó del avión de Maracaibo dando saltos, con las primeras 1.000 unidades que fueron inyectadas al niño esa misma tarde. Faltaban 1.000 unidades, además de las 1.000 que con absoluta seguridad venían de Nueva York. Como Reverón no había dejado ningún teléfono, Llorente no lo puso al tanto de los acontecimientos, pero salió un poco más tranquilo, a las 9, a una diligencia personal. Dejó a su madre, por escrito, una orden:
 —El señor Reverón llamará a las 10.30. Que llame inmediatamente al señor Carrillo, a la oficina de la PAA.
 Antes de salir, llamó él mismo a Carrillo y le dijo que en lo posible, no ocupara la línea central después de las 10.15, para que Reverón no encontrara el teléfono ocupado. Pero a esa hora, Reverón sentía que el mundo se le caía encima. El niño después de que se le inyectó la primera dosis de suero, no quiso comer. Esa noche no manifestó la misma viveza que de costumbre. Cuando fueron a acostarlo tenía un poco de fiebre. En algunos casos, muy poco frecuentes, el suero antirrábico ofrece ciertos peligros. El doctor Briceño Rossi, del Instituto de Higiene, no se ha decidido a fabricarlo mientras no esté absolutamente convencido de que la persona inyectada no corre ningún riesgo. La fabricación de la vacuna ordinaria no ofrece complicaciones: para los animales, es un virus vivo en embrión de pollo, que da una inmunidad de 3 años en una sola dosis. Para los humanos, se fabrica a partir del cerebro del cordero. Cuando se dio cuenta de que su niño tenía fiebre, Reverón que sabía que la producción del suero es más delicada, consideró perdidas todas las esperanzas. Pero su médico lo tranquilizó. Dijo que podía ser una reacción natural.
 Dispuesto a no dejarse quebrantar por las circunstancias Reverón llamó a casa de Llorente a las 10.25. No lo hubiera hecho si hubiera sabido que a esa hora no había sido enviada ninguna respuesta desde Miami. Pero el Hospital Jackson comunicó a las 8.30 al doctor Mangels que había conseguido 5.000 unidades después de una gestión relámpago en un pueblo vecino. El doctor Mangels recogió las ampolletas personalmente y se dirigió con ellas, a toda velocidad, al aeródromo, donde un DC-6-B se preparaba para iniciar el vuelo nocturno. Al día siguiente no había avión para Caracas. Si el doctor Mangels no llegaba a tiempo tendría que esperar hasta el lunes en la noche. Sería demasiado tarde. El capitán Gillis, veterano de Corea y padre de dos niños, recibió personalmente las ampolletas y las instrucciones, escritas de puño y letra por el doctor Mangels. Se dieron un apretón de manos. El avión decoló a las 9.30 en el momento en que el niño Reverón, en Caracas, tenía un grado y medio de fiebre. El doctor Mangels vio desde la helada terraza del aeródromo el decolaje perfecto del avión. Luego subió de dos en dos los escalones, hacia la torre de control, y dictó un mensaje para ser transmitido a Caracas por canal especial. En la avenida Urdaneta, en una oficina solitaria, sumergida en los reflejos de color de los avisos neón, Carrillo miró el reloj: las 10.20. No tuvo tiempo de desesperarse. Casi en seguida el teletipo empezó a dar saltos espasmódicos y Carrillo leyó, letra por letra, descifrando mentalmente el código interno de la compañía, el cable del doctor Mangels: "Estamos enviando vía capitán Gillis vuelo 399 cinco ampolletas suero bajo número guía 26-12-596787 stop obtenido Jackson Memorial Hospital stop si necesitan más suero habrá que pedirlo urgentemente laboratorios Lederle en Atlanta, Georgia." Carrillo arrancó el cable, corrió al teléfono y marcó el 71.87.50, número de la residencia de Llorente, pero el teléfono estaba ocupado. Era Carmelo Reverón que hablaba con la madre de Llorente. Carrillo colgó. Un minuto después Reverón estaba marcando el número de Carrillo, en un abasto de La Florida. La comunicación fue instantánea.
 —Aló —dijo Carrillo.
  Con la calma que precede a la fatiga nerviosa, Reverón hizo una pregunta que no recuerda textualmente. Carrillo le leyó el cable, palabra por palabra. El avión llegaría a las 4.50 de la madrugada. El tiempo era perfecto. No habría ningún retardo. Hubo un breve silencio. "No tengo palabras con qué agradecerles", murmuró Reverón, al otro extremo, de la línea, Carrillo no encontró qué decir. Cuando colgó el teléfono sintió que sus rodillas no soportaban el peso del cuerpo. Estaba sacudido por una emoción atropellada, como si fuera la vida de su propio hijo la que acababa de salvarse. En cambio, la madre del niño dormía apaciblemente: no sabía nada del drama que su familia había vivido ese día. Todavía no lo sabe.

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