Se necesita un escritor
Por Gabriel García Márquez
No sería capaz de escribir un telegrama de felicitación ni una carta
de pésame sin reventarme el hígado durante una semana. Para estos deberes
indeseables, como para tantos otros de la vida social, la mayoría de los
escritores que conozco quisieron apelar a los buenos oficios de otros
escritores.
Una buena prueba del sentido casi bárbaro del honor profesional lo es
sin duda la nota que escribía todas las semanas.
Esta servidumbre me la impuse porque sentía que entre una novela y otra
me quedaba mucho tiempo sin escribir, y poco a poco como los peloteros iba
perdiendo la calentura del brazo. Más tarde, esa decisión artesanal se
convirtió en un compromiso con los lectores, y hoy es un laberinto de espejos
del cual no consigo salir.
La primera vez que lo decidí fue cuando traté de escribir la primera,
después de más de veinte años de no hacerlo, y necesité una semana de galeote
para terminarla. La segunda vez fue hace más de un año, cuando pasaba unos días
de descanso con el general Omar Torrijos en la base militar de Farallón, y
estaba el día tan diáfano y tan pacífico el océano que daban más ganas de
navegar que de escribir. "Le mando un telegrama al director diciendo que
hoy no hay nota, y ya está", pensé, con un suspiro de alivio. Pero no pude
almorzar por el peso de la mala conciencia y, a las seis de la tarde me encerré
en el cuarto, escribí en una hora y media lo primero que se me ocurrió y le
entregué la nota a un edecán del general Torrijos para que la enviara por telex
a Bogotá, con el ruego de que la mandaran desde allí a Madrid y a México. Solo
al día siguiente supe que el general Torrijos había tenido que ordenar el envío
en un avión militar desde el aeropuerto de Panamá, y desde allí, en
helicóptero, al palacio presidencial, desde donde me hicieron el favor de
distribuir el texto por algún canal oficial.
ESCRIBO LA NOVELA TODOS LOS DIAS
La última vez, hace ahora seis meses, cuando descubrí al despertar que
ya tenía madura en el corazón la novela de amor que tanto había anhelado
escribir desde hacía tantos años, y que no tenía otra alternativa que no
escribirla nunca o sumergirme en ella de inmediato y de tiempo completo. Sin
embargo, a la hora de la verdad, no tuve suficientes riñones para renunciar a
mi cautiverio semanal, y por primera vez estoy haciendo algo que siempre me
pareció imposible: escribo la novela todos los días, letra por letra, con la
misma paciencia, y ojalá que con la misma suerte con que me picotean las
gallinas en los patios, y oyendo cada día más cerca los pasos temibles de
animal grande del próximo viernes. Pero aquí estamos otra vez, como siempre, y
ojalá para siempre.
Ya sospechaba yo que no escaparía jamás de esta jaula desde la tarde
en que empecé a escribir esta nota en mi casa de Bogotá y la terminé al día
siguiente bajo la protección diplomática de la embajada de México; lo seguí
sospechando en la oficina de Telégrafos de la isla de Creta, un viernes del
pasado julio, cuando logré entenderme con el empleado de turno para que
transmitiera el texto en castellano. Lo seguí sospechando en Montreal, cuando
tuve que comprar una máquina de escribir de emergencia porque el voltaje de la
mía no era el mismo del hotel. Acabé de sospecharlo para siempre hace apenas
dos meses, en Cuba, cuando tuve que cambiar dos veces las máquinas de escribir
porque se negaban a entenderse conmigo. Por último, me llevaron una electrónica
de costumbres tan avanzadas que terminé escribiendo de mi puño y letra y en un
cuaderno de hojas cuadriculadas, como en los tiempos remotos y felices de la
escuela primaria de Aracataca. Cada vez que me ocurría uno de estos percances
apelaba con más ansiedad a mis deseos de tener alguien que se hiciera cargo de
mi buena suerte: un escritor.
Con todo, nunca he sentido esa necesidad de un modo tan intenso como
un día de hace muchos años en que llegué a la casa de Luis Alcoriza, en México,
para trabajar con él en el guión de una película.
Lo encontré consternado a las diez de la mañana, porque su cocinera le
había pedido el favor de escribirle una carta para el director de la Seguridad
social. Alcoriza, que es un escritor excelente, con una práctica cotidiana de
cajero de banco, que había sido el escritor más inteligente de los primeros
guiones para Luis Buñuel y, más tarde, para sus propias películas, había
pensado que la carta sería un asunto de media hora. Pero lo encontré loco de
furia, en medio de un montón de papeles rotos, en los cuales no había mucho más
que todas las variaciones concebibles de una fórmula inicial: por medio de la
presente, tengo el gusto de dirigirme a usted para... Traté de ayudarlo, y tres
horas después seguíamos haciendo borradores y rompiendo el papel, ya medio
borrachos de ginebra con vermouth y atiborrados de chorizos españoles, pero sin
haber podido ir más allá de las primeras letras convencionales. Nunca olvidaré
la cara de misericordia de la buena cocinera cuando volvió por su carta a las
tres de la tarde y le dijimos sin pudor que no habíamos podido escribirla.
"Pero si es muy fácil", nos dijo, con toda su humildad. "Mire
usted", Y entonces empezó a improvisar la carta con tanta precisión y
tanto dominio que Luis Alcoriza se vio en apuros para copiarla en la máquina
con la misma fluidez con que ella dictaba. Aquel día como todavía hoy me quedé
pensando que tal vez aquella mujer, que envejecía sin gloria en el limbo de la
cocina, era el escritor secreto que me hacía falta en la vida para ser un
hombre feliz.
Fragmentos. (1982)
Tomado de: La Ventana Casa de laCultura Cuba.
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