Un gato cruzando una esquina
Escrito por Gabriel García Marquez
Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de La Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir.
Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de La Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir.
Por una fracción de segundo ―como
me ha ocurrido siempre― me encontré dividido entre mis dos oficios rivales. No
sabía si hacerle una entrevista de prensa o solo atravesar la avenida para
expresarle mi admiración sin reserva. Para ambos propósitos, sin embargo, había
el mismo inconveniente grande: yo hablaba desde entonces el mismo inglés
rudimentario que seguí hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español
de torero. De modo que no hice ninguna de las dos cosas que hubieran podido
estropear aquel instante, sino que me puse las manos en bocina, como Tarzán en
la selva, y grité de una acera a la otra: “Maeeeestro”. Ernest Hemingway
comprendió que no podía haber otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes,
y se volvió con la mano en alto, y me gritó en castellano con una voz un tanto
pueril: “Adiooooós, amigo”. Fue la única vez que lo vi.
Yo era entonces un periodista de
veintiocho años, con una novela publicada y un premio literario en Colombia,
pero estaba varado y sin rumbo en París. Mis dos maestros mayores eran los dos
novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común. Había leído
todo lo que ellos habían publicado hasta entonces, pero no como lecturas
complementarias sino todo lo contrario: como dos formas distintas y casi
excluyentes de concebir la literatura. Uno de ellos era William Faulkner, a
quien nunca vi con estos ojos y a quien solo puedo imaginarme como el granjero
en mangas de camisa que se rascaba el brazo junto a dos perritos blancos, en el
retrato célebre que le hizo Cartier-Bresson. El otro era aquel hombre efímero
que acababa de decirme adiós desde la otra acera, y me había dejado la
impresión de que algo había ocurrido en mi vida, y que había ocurrido para
siempre.
No sé quién dijo que los
novelistas leemos las novelas de los otros solo para averiguar cómo están
escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en
el frente de la página sino que la volteamos al revés, para descifrar las
costuras. De algún modo imposible de explicar desarmamos el libro en sus piezas
esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su
relojería personal. Esa tentativa es descorazonadora en los libros de Faulkner,
porque este no parecía tener un sistema orgánico para escribir sino que andaba
a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una
cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión
de que le sobran resortes y tornillos y que será imposible devolverla otra vez
a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración, con menos
pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba sus tornillos a la
vista por el lado de fuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso
Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway es
el que más ha tenido que ver con mi oficio.
No solo por sus libros sino por
su asombroso conocimiento del aspecto artesanal de la ciencia de escribir. En
la entrevista histórica que le hizo el periodista George Plimpton para Paris
Review, enseñó para siempre ―contra el concepto romántico de la creación― que
la comodidad económica y la buena salud son convenientes para escribir, que una
de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno
releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que
siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no
haya visitas ni teléfono, y que no es cierto que el periodismo acabe con el
escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se
abandone a tiempo.
“Una vez que escribir se ha
convertido en el vicio principal y el mayor placer ―dijo―, solo la muerte puede
ponerle fin.” Con todo, su lección fue el descubrimiento de que el trabajo de
cada día solo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar el día
siguiente. No creo que se haya dado jamás un consejo más útil para escribir.
Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido de los
escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco.
Toda la obra de Hemingway
demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible.
Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es
insostenible dentro del ámbito vasto y azaroso de una novela. Era una condición
personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos.
Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus
novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas. En
cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo
les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su
belleza. Jorge Luis Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro
tiempo, tiene los mismos límites, pero ha tenido la inteligencia de no
rebasarlos.
Un solo disparo de Francis
Macomber contra el león enseña tanto como una lección de cacería, pero también
como un resumen de la ciencia de escribir. En algún cuento suyo escribió que un
toro de lidia, después de pasar rozando el pecho del torero, se volvió “como un
gato doblando una esquina”. Creo, con toda humildad, que esa observación es una
de las tonterías geniales que solo son posibles en los escritores más lúcidos.
La obra de Hemingway está llena de esos hallazgos simples y deslumbrantes, que
demuestran hasta qué punto se ciñó a su propia definición de que la escritura
literaria ―como el iceberg― solo tiene validez si está sustentada debajo del
agua por los siete octavos de su volumen.
Esa conciencia técnica será sin
duda la causa de que Hemingway no pase a la gloria por ninguna de sus novelas
sino por sus cuentos más estrictos. Hablando de Por quién doblan las campanas,
él mismo dijo que no tenía un plan preconcebido para componer el libro sino que
lo inventaba cada día a medida que lo iba escribiendo. No tenía que decirlo: se
nota. En cambio, sus cuentos de inspiración instantánea son invulnerables. Como
aquellos tres que escribió en la tarde de un 16 de mayo en una pensión de
Madrid, cuando una nevada obligó a cancelar la corrida de toros de la feria de
San Isidro. Esos cuentos ―según él mismo le contó a George Plimpton― fueron
“Los asesinos”, “Diez indios” y “Hoy es viernes”, y los tres son magistrales.
Dentro de esa línea, para mi
gusto, el cuento donde mejor se condensan sus virtudes es uno de los más
cortos: “Gato bajo la lluvia”. Sin embargo, aunque parezca una burla de su
destino, me parece que su obra más hermosa y humana es la menos lograda: Al
otro lado del río y entre los árboles. Es, como él mismo reveló, algo que
comenzó por ser un cuento y se extravió por los manglares de la novela. Es
difícil entender tantas grietas estructurales y tantos errores de mecánica
literaria en un técnico tan sabio, y unos diálogos tan artificiales y aun tan
artificiosos en uno de los más brillantes orfebres de diálogos de la historia
de las letras.
Cuando el libro se publicó, en
1950, la crítica fue feroz. Porque no fue certera. Hemingway se sintió herido
donde más le dolía, y se defendió desde La Habana con un telegrama pasional que
no pareció digno de un autor de su tamaño. No solo era su mejor novela sino
también la más suya, pues había sido escrita en los albores de un otoño
incierto, con las nostalgias irreparables de los años vividos y la premonición
nostálgica de los pocos años que le quedaban por vivir. En ninguno de sus
libros dejó tanto de sí mismo, ni consiguió plasmar con tanta belleza y tanta
ternura el sentimiento esencial de su obra y de su vida: la inutilidad de la
victoria. La muerte de su protagonista, de apariencia tan apacible y natural,
era la prefiguración cifrada de su propio suicidio.
Cuando se convive por tanto
tiempo con la obra de un escritor entrañable, uno termina sin remedio por
revolver su ficción con su realidad. He pasado muchas horas de muchos días
leyendo en aquel café de la place de Saint Michel que él consideraba bueno para
escribir, porque le parecía simpático, caliente, limpio y amable, y siempre he
esperado encontrar otra vez a la muchacha que él vio entrar una tarde de
vientos helados, que era muy bella y diáfana, con el pelo cortado en diagonal,
como un ala de cuervo. “Eres mía y París es mío”, escribió para ella, con ese
inexorable poder de apropiación que tuvo su literatura. Todo lo que describió,
todo instante que fue suyo, le sigue perteneciendo para siempre. No puedo pasar
por el número 112 de la calle del Odeón, en París, sin verlo a él conversando
con Sylvia Beach en una librería que ya no es la misma, ganando tiempo hasta
que fueran las seis de la tarde por si acaso llegaba James Joyce. En las
praderas de Kenia, con solo mirarlas una vez, se hizo dueño de sus búfalos y
sus leones, y de los secretos más intrincados del arte de cazar. Se hizo dueño
de toreros y boxeadores, de artistas y pistoleros que solo existieron por un
instante, mientras fueron suyos. Italia, España, Cuba, medio mundo está lleno
de los sitios de los cuales se apropió con solo mencionarlos.
En Cojímar, un pueblecito cerca
de La Habana donde vivía el pescador solitario de El viejo y el mar, hay un
templete conmemorativo de su hazaña con un busto de Hemingway pintado con
barniz de oro. En Finca Vigía, su refugio cubano, donde vivió hasta muy poco
antes de morir, la casa está intacta entre los árboles sombríos, con sus libros
disímiles, sus trofeos de caza, su atril de escribir, sus enormes zapatos de
muerto, las incontables chucherías de la vida y del mundo entero que fueron
suyas hasta su muerte, y que siguen viviendo sin él con el alma que les
infundió por la sola magia de su dominio.
Hace unos años entré en el
automóvil de Fidel Castro ―que es un empecinado lector de literatura― y vi en
el asiento un pequeño libro empastado en cuero rojo. “Es el maestro Hemingway”,
me dijo. En realidad, Hemingway sigue estando donde uno menos se lo imagina
―veinte años después de muerto―, tan persistente y a la vez tan efímero como
aquella mañana, desde la acera opuesta del bulevar de Saint Michel.
Tomado de La Ventana portal informativo de las Casa de Las Américas (Cuba)
Tomado de La Ventana portal informativo de las Casa de Las Américas (Cuba)
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