Neruda o el porqué de una acción desesperada
Por: Rodolfo Tamayo Castellanos
La primera vez que la vi ella
atravesó el patio de la escuela para llegar a la Secretaría; yo conversaba en
el pasillo y no pude hacer otra cosa que mirarla. No pensé que alguna vez que
me enamoraría como en las canciones, como en esa de Fito Páez que dice yo no
buscaba a nadie y te vi. Y fue así. En mi mente la vi atravesar ese patio en
cámara lenta cientos de veces, igual que si rebobinara una película. Por aquel
entonces yo tenía algo de fama de escribir bonito. Había absorbido hasta los
huesos poemas de Buesa y Bécquer; aunque en verdad fue un libro de Juana
Borrero el que despertó el bichito de escribir poesías. Decidí hacerle versiones,
sobre todo a uno de los textos de amor que más me gusta: Última rima. Mi primer
cuaderno, cuyos poemas prefiero no recordar, llevaba el título nefasto de
Versos dolientes, y los mostré en el aula con orgullo. Causaron tremendo
impacto y me creí “El Poeta”.
Me entretuve de ese modo hasta
que conocí la obra de Pablo Neruda; supe que había otra expresión, sus palabras
eran más cercanas. En la biblioteca pedí prestado el libro En el corazón de un
poeta, el cual fue la ruta a seguir. No sé ni cuantas veces estuve a punto de
robármelo, pero me daba pena que me sorprendieran, así que opté por copiarlo en
una libreta. No sólo lo tomé como Sagrada Biblia, sino que lo estudié lo más a
fondo que pude. De ese libro capté ciertos trucos, el aliento, las imágenes, la
construcción del poema, y la idea de lo que debía ser la Poesía: Como larva o
tinieblas, como/ temblor bestial, como campanada sin rumbo,/ la poesía mete las
manos en el miedo,/ en las angustias, en las enfermedades/ del corazón. Con
Neruda comprendí que había un compromiso mayor que el de juntar palabras,
el poeta debía tocar temas humanos con
sinceridad y belleza, pero a la vez sería una labor de sentarse y reescribir.
De cierta manera es lo que he intentado hacer: meter las manos en lo que
alumbra y oprime al corazón. Quería esa sensación en quienes me leyeran. Fue
entonces que comenzó la verdadera compulsión por la escritura. El ritmo de sus
poemas se impregnó en mí de tal modo que aún no he podido desprenderme de él, a
pesar de grandes esfuerzos. Estaba fuera de control, buscaba imágenes
inverosímiles, raras, parecía que una voz me susurraba al oído; ni yo mismo sabía lo que escribía, pero
sonaba con música; incluso me convertí en escritor por encargo. Varios de mis
amigos me pedían que les escribiera cartas y poemas para tal o más cual
muchacha. Pedía algunos rasgos en los que basarme y me lanzaba –sin frenos-
cada clase de discursos de espanto, en ese entonces era el top de mi fama
literaria o eso creía. Hubo quien se ofreció a ayudarme en lo que quisiera.
Únicamente le tomé la palabra a un amigo. Me daba vergüenza que los demás
supieran que no sabía montar bicicleta, así que le pedí que me enseñara a
escondidas, bajo amenaza de suspenderle los poemas. No sirvió de nada mi
adiestramiento. Más fácil lo hacía a él poeta que yo aprendiera a montar
aquello. Pero el pobre siguió con tal de que le escribiera sus cartas, lo cual
me llevó a comprender el poder que tenían las palabras. Si había conseguido que
otros se enamoraran a través de mis cartas por qué no hacer lo mismo para mí,
al parecer la poesía servía para algo. Me dispuse a usar ese poder.
Fue por aquellos días de mi
fracaso como ciclista que la vi atravesar el patio de la escuela. A partir de
ese momento no pude pensar con claridad. Entre Neruda y ella me volvieron loco.
Pasaba cada segundo intentando escribirle algo que estuviera a su altura y a la
del poeta chileno. Llegué a imaginar que de tener una máquina del tiempo
viajaría al momento antes en que Neruda escribiera el Poema 15, y así lo hubiera
podido registrar de mi autoría y dedicárselo ¿A qué mujer no le fascinaría?
Pero nada, jamás pude escribir algo con un tercio de la fuerza de: Empujado por
los designios de la tierra/ como una ola en el mar hacia ti va mi cuerpo./ Y
tú, en tu carne, encierras/ las pupilas sedientas con que miraré cuando/ estos
ojos que tengo se me llenen de tierra.
El amor acabó de ponerme
turulato. Si en casa creían que me había vuelto loco con lo de la poesía, esta
vez me diagnosticaron de ingreso al escucharme repetir como un disco rayado los
poemas 20 y 15, la Canción de los amantes muertos y otros versos por el estilo.
Comenzaron a darme toneladas de té, de esos que sirven para los nervios luego
de verme encaramado en el techo moviendo los brazos en círculos. Hasta ahí les
pareció que hacía calentamientos, lo preocupante fue cuando me escucharon
recitar: (…) Pero quiero pisar más allá de esa huella/ pero quiero voltear esos
astros de fuego/ (…) Deseo, sufro, caigo. El viento inmenso azota/ ¡Ah, mi
dolor, amigos, ya no es dolor de humano!/ ¡Ah, mi dolor, amigos, ya no cabe en
la sombra!/ En la noche toda ella de astros fríos y errantes/ hago girar mis
brazos como dos aspas locas. No entendieron que trataba de recrear el estado de
ánimo del poema para escribir. Dijeron que era de escritores tomar café, pero
el té era más saludable, de esa manera me zumbaron cantidades industriales.
Nunca he sido gran entusiasta del café así que medio igual. Mucho tiempo
después comprendí que intentaban calmarme los nervios.
Sin embargo, no avanzaba: escribe
y escribe y no le decía ni una palabra. Tracé un plan para hacerle saber que
había alguien interesado, sin darme a conocer; en caso de ser positiva la
respuesta revelaría mi identidad. Tomé unos ahorros, los poemas de Neruda y me
dispuse a la acción. Fui a la calle Aguilera con vendedores de flores; cada
semana le enviaría un ramo (pequeño) diferente. Comenzaría con Rosas, luego
Gladiolos y así hasta llegar a las Margaritas. No sé por qué, pero me gustaron
esas para el último envío, en el que revelaría mi identidad. Los ramos irían
acompañados de poemas de Neruda adaptados a mis necesidades. Inicialmente pensé
pagarle a alguien para la entrega pero no había presupuesto; entonces decidí
hacerlo yo mismo. Pasé la noche dando vueltas por su casa a la espera de una
oportunidad. Siempre había gente en la sala, me podían descubrir; por otra
parte tuve miedo de dejarlo en la puerta y que alguien se lo llevara o pensaran
que era una brujería, pues había hecho un bulto bastante sospechoso para que en
mi casa no se dieran cuenta al salir. Opté por regresar, ponerlas en agua y
volver al día siguiente, a las 12:00 m, a esa hora casi nunca había un alma en
la. Al otro día me aparecí a la hora planeada. En la esquina una señora vendía
caramelos, pero eso no me iba a frenar, estaba decidido y las flores corrían el
riesgo de volverse mustias. Aceleré el paso y las lancé por una ventana
semiabierta. No sé dónde cayó el ramo, lo que si sé es que se armó tal
estruendo, como si tumbaran varios calderos, parece que chocó contra algo y se
produjo una reacción en cadena. La señora de los caramelos me miró espantada,
con la pinta que tenía aquel bulto lo más probable es que pensara que era una
brujería; puse velocidad máxima y doblé la esquina como si me siguiera el
diablo.
La escena no se podía repetir, de
modo que comencé a cobrar los favores de las cartas y poemas. Seleccioné a
algunos como mensajeros, no sin antes jurar que no debían revelar mi nombre.
Ahora sí las cosas debían marchar bien. Copié poemas de gran efecto: El sitio
del corazón nos pertenece/ sólo desde allí, con/ auxilio de la negra noche (…)/
salen al golpe de la/ mano, los cantos del corazón. También utilicé los versos:
(…) que sin tus ojos yo no podía vivir,/ que sin tu cuerpo entraba en la agonía/
y sin tu ser me sentía perdido. Y textos como este otro: El corazón de los
poetas es, como/ todos los corazones, una/ interminable alcachofa, pero en él/
no hay solamente hojas para/ mujeres de carne y hueso, para/ amores verdaderos
o sueños/ persistentes (…).
Acompañé cada envío, esperé el
regreso de mis compañeros oculto en la esquina para interrogarlos sobre la cara
que había puesto, si había abierto la puerta ella o alguien más de la familia y
sobre todo si me habían delatado o no. El efecto parecía ser el indicado, logré
crear un ambiente de expectación y curiosidad. A veces me decían mis amigos:
¡Vaya, te ganaste a la gente. Dicen que ya nadie enamora así! En ocasiones
declaraban que la muchacha parecía esperar con ansiedad a que sonara el timbre
para recoger el ramo y leer el poema. El asunto iba bien hasta que uno de ellos
me dijo: Apúrate, ella piensa que quien manda las flores es otro, y me dijo un
nombre. No podía dejar que alguien me tomara la delantera o se llevara los
beneficios de mi trabajo, así que adelanté el
último envío. No había Margaritas, me contenté con Azucenas. Fui
personalmente. Por supuesto, ella me confundió con otro mensajero. Iba a
explicarle que quien enviaba las flores y los poemas era yo y de paso exponerle
mis sentimientos, pero me interrumpió preguntándome –con brillo en los ojos- si
era el otro muchacho quien mandaba todas las semanas las flores. Le dije un
“No” rotundo, puso tal cara que comprendí que había perdido la pelea antes de
iniciarla, de nada serviría hacer algo, pues jamás entraría en su panorama.
No supe en aquel momento si fue
correcto o no lo que hice. Lo cierto es que no la vi más, pero la vida me dio
otra oportunidad la tarde que la hallé a la espera de alguien o del inicio de
un concierto. Pensé: Es una señal, me acercaré para decirle: Margaritas…La
última vez te iba a regalar Margaritas. Luego le contaría los pormenores de mi
plan y quizá con un poco de suerte y mucho carisma de mi parte la conversación
fluiría hacia un punto favorable a mis deseos. Pero los planes perfectos sólo
ocurren en la mente; le hice una pregunta común y desastrosa (que no les voy a
contar). No obstante me sirvió para comprender que cualquier cosa que dijera
iba a causar el mismo efecto de un tiempo atrás, o sea: NADA. Terminé por
comentarle que me había vuelto escritor, le pareció bien y nada más. Me despedí
y seguí mi camino.
Una vez me dijeron: Las cosas no
suceden por gusto. A partir de mi despliegue poético unas compañeras de aula me
sugirieron que llevara los poemas a un Taller Literario, dicho sitio contribuyó
a que tomara la Literatura en serio. No pienso que me hizo escritor, lo iba a
ser de todos modos, pero si influyó en el rumbo que tomaría mi vida, pues la
Literatura era un hobby para mí, y luego de las lecturas realizadas en el
Taller Literario de la librería Amado Ramón vino, poco a poco, la conciencia de
que escribir era lo que deseaba hacer.
De todas formas, Neruda, Bécquer
y Juana Borrero quedarían como bases, durante un buen tiempo, de mi discurso
poético. Pero lo más importante es que la poesía (y la Literatura en general)
me ayudó a comprender mejor el mundo y a las personas. Aquel día, cuando me
reencontré con la muchacha, comprendí
cuánto habíamos cambiado, no teníamos que ver con los recuerdos del modo
en que éramos años atrás. Al despedirme de ella recordé las palabras del poeta:
Nosotros, ya no somos los de entonces (…) aquel y aquella, si ya no son, dónde
se fueron. A la muchacha que fue aún le debo unas Margaritas y el poema número
15 de Pablo Neruda.
Tomado de: El Caimán Barbudo.
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